Opinión

Condenados a ser racistas

El virus ha muerto. Sociológicamente, al menos. Quiero decir que ya nos comportamos como si no existiera o se hubiera ahogado igual que un mosquito en la primera cerveza del verano, a su vez ahogada en el sol como una muchacha rubia en el día. Ya no es que la gente vuelva a rozarse y a sorberse (la gente en las terrazas se sorbe una a otra como una granizada), es que hemos vuelto a los problemas eternos: al oprimido que lleva toda la historia oprimido, a los fondos de pantalla de Banksy, al delfín alegórico de Gaia y al Crucificado que ahora hinca una rodilla como un mantero. 

Ya no tememos morirnos del virus, sino de simbolismo o de un puñal muy antiguo de Hernán Cortés o de Caballo Loco.

Antes nos preocupaba morir como de un sorbo de agua muy fría y ahora preocupa ser facha o racista, o que el mundo lo sea, irremediablemente incluso. Floyd ha cambiado el mundo, dijo su hijita. La verdad es que Floyd ha muerto salvajemente a manos de un salvaje pero no ha cambiado nada, sino que sólo nos ha sacado de este apocalipsis reconcentrado en uno mismo para volver al canon de la sociología de conjuntos, confusa como la matemática de conjuntos. Por eso una tribuna en el canónico El País nos educaba en que todos somos racistas. Es algo así como el pecado imborrable con el que te extorsionaban ya toda la vida el cura de mano blanda y el Jesusito siniestro de la mesilla. Que todos somos pecadores, o racistas, o machistas, o asesinos, parecen mandamientos de secta y en realidad lo son.

“¿Qué puede hacer una mujer blanca española por la lucha contra el racismo en el mundo?”, le pregunta en el artículo la íntima pecadora, pidiendo penitencia, a una amiga “racializada”. “Me gustaría que ayudaras a dar voz a los racializados, que no fuera otra española blanca hablando de razas desde su visión”. Éste sigue siendo el canon, mencionar la condición racial seis veces en dos frases para combatir el racismo. Y admitir la incapacidad de analizar un hecho moral y humano por parte de una raza concreta.

Hemos despertado del virus y no hay ningún mundo nuevo. Sólo hemos vuelto a las plazas como a la furia

Y todo esto, a pesar de que las razas no existen más allá de la propia conciencia de pertenecer a una raza, como a una nación. Este canon, claro, convierte en racista al propio Martin Luther King, que se atrevió a decir esta cosa de facha o de tío Tom: “Sueño que mis cuatro hijos pequeños vivirán algún día en una nación donde no se les juzgará por el color de su piel sino por las cualidades de su carácter”.

El virus ha muerto y no veo yo que hayamos salido ni mejores ni peores, sólo con más ganas de cerveza y de venganza. El virus ha muerto porque ya no mata él, sino que vuelve a matar el ser humano. Bueno, en realidad nunca mata el ser humano en general, ni siquiera un ser humano en particular (éste es el peor pecado para la secta de la culpa). Mata la historia, o una ideología, o una clase, o un dios, o una raza, o un sexo. Incluso un gremio: “Policía asesina”, gritaban en Madrid. ¿Qué policía, qué policías? Pero el pecado fluye por la sangre, los pueblos y las castas. Es una forma de simplificar la culpa y también el perdón, o sea sin necesitar reflexión ética, sólo la confesión de una obviedad: que eres culpable. Sí, es el perdón de la Inquisición, exactamente. El perdón de la condena, el perdón de la hoguera.

Floyd es otro muerto/monumento en este Occidente donde es difícil o imposible el muerto/persona, como el asesino/persona o el violador/persona, ni siquiera la persona/persona. No podemos erradicar la crueldad humana, pero tampoco parece que avancemos mucho siquiera en combatir los prejuicios. Y es así porque los prejuicios sustentan las identidades, y las identidades sustentan a los colectivos, y los colectivos sustentan todo el sistema de luchas políticas y culturales que definen a nuestra sociedad, esta normalidad que vuelve a ser la normalidad de siempre, muertos el virus y Floyd en una asfixia de asfalto caliente y mirones.  

El virus sin duda está muerto, porque ya hemos olvidado la muerte como urgencia para volver a la muerte como monumento, allí en la colina donde estuvo siempre. Hasta ahora uno pensaba en sobrevivir a su cama como a un pantano o al día siguiente como a un fusilamiento. La vida fue otra vez animal, con el calor del animal y el amor del animal y el hambre del animal, siempre en presente. Fue un retorno brutal pero pedagógico. Ahora la muerte vuelve a ser ese cuadro histórico, ese mural ideológico, ese chantaje de los dioses y los políticos. Chantaje porque se trata sobre todo de volver a la culpa, que antes no tenía nadie, ni Sánchez ni el mismo virus, ciego de todas sus decenas de ojos, y ahora nos alcanza a todos. Una culpa que no tiene que ver con la moral ni con nuestros actos, sino que viene con la sangre de Caín o el pueblo de Salem. La sangre parece que vive con sus propios puñales corriendo por dentro.  

Hemos despertado del virus y no hay ningún mundo nuevo. Sólo hemos vuelto a las plazas como a la furia. La injusticia es inevitable cuando la culpa es de todos, no de alguien, y cuando no es por actos, sino por condición. Ningún humanismo puede ser ideológico, ni nacional, ni religioso, ni racial. “Tú me consideras un hombre de color. Yo me considero un hombre.” Eso decía Sidney Poitier en aquella película condenada a ser racista hasta, al menos, el siguiente fin del mundo o la siguiente humanidad.

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