Todavía sangra la piedra en el País Vasco, o la hacen sangrar vándalos, herederos o cultivadores de esa sangre con raíz de hueso que llega tan dentro en la tierra. La tumba de Fernando Buesa ha aparecido manchada de rojo, volvía a sangrar el crimen mal tapado, o volvía a expulsar sangre menstrual, cíclica, inacabable, una tierra encharcada en sangre o que no deja de engendrar sangre. Los energúmenos no saben que están reconociendo que el crimen no se ha acabado. Aún tienen que ver la sangre, sangre en la roca o en helechos o en los nombres de los asesinados grabados sobre su propia sangre petrificada, como la de un dragón. Los salvajes tienen que ver la sangre como pintura o como esputo o como savia, y van allí a una tumba, esa fuente parada de las almas, y ponen sangre, o excavan apenas con un pie de hocicada la tierra, que pronto devuelve su sangre, ahíta. Y sólo en esa sangre se vuelven a reconocer.
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