Podemos ya está en el Gobierno y ya está en los tribunales, o sea que ha culminado su revolución callejera perfumada de jazmines y de chicles de cabina telefónica convirtiéndose en un partido exactamente igual que los demás. Usan argumentos de Felipe González o evasivas del Bigotes contra la prensa o contra los jueces, aunque ellos aseguren que en su caso eso sigue siendo pueblo y democracia puros, como la croqueta. Fíjense que Iglesias incluso gasta ya moño de la Pantoja, ese moño pasivo agresivo, altivo y penitente a la vez, un minarete de dignidad ante la gente y un rompeolas para los espumosos jueces y los fiscales panochos de Morena clara. Podemos ya es puro folclore de la partitocracia.

La nueva política, la revancha de los oprimidos, los de arriba y los de abajo con barullo eterno de fresco de la Capilla Sixtina, la ejemplaridad, el franciscanismo o faquirismo de las ropas y vértebras arrugadas; todo eso se ha quedado en decir cosas como que mi imputación no es tan escandalosa como la tuya, que la presunción de inocencia es para mí pero no para ti, o que me persigue un juez zumbón puesto por el enemigo, haciendo lawfare como el que hace transformismo. Por el camino se han corrompido con carguitos, gnomos de jardín y setos electrificados, aunque no se han llegado todavía a poner, que se sepa, ligueros de calcetín. Pero lo importante es que ya nada les distingue de los otros. Ni siquiera eso de reclamar impunidad tras el farallón del pueblo, que eso lo han hecho igual Pujol, Jesús Gil o Manolo Chaves. Si no fuera por el moño pantojil o chino y porque su poder es apenas el préstamo infantil de una bicicleta, Iglesias estaría calcando ahora cualquier entrevista de Chaves en sus buenos tiempos.

Al final la casta no se nota en llegar en un coche de espejos negros y coraza de tortuga, ni en tener un chalé con estatua meona meando todo el día con Händel. La casta se nota en la consideración de lo público como botín. Para el PP de Fernández Díaz, eran un botín el Ministerio del Interior y los fondos reservados, y se podían usar para los ajustes de cuentas del partido. Como los usó González. Pero no es una consideración de lo público muy diferente a la que tiene Marlaska, que destituye a los mandos que no le filtran las investigaciones de los jueces. O a la de Sánchez, que te decía, como con batín y mantequillera, eso de que “la fiscalía, ¿de quién depende?”.

Como última transfiguración o estrategia, Iglesias debería admitir que es como todos, que pertenece a la “oligarquía de los gabinetes de los partidos”

El Pablo Iglesias que denuncia las “cloacas policiales” es el mismo que reclamaba el control de los servicios de inteligencia. ¿Para qué iba a querer el CNI Iglesias sino como botín? El escándalo, por supuesto, no es que haya cloacas, ahí con Villarejo con boina de fantasma de la ópera, como aparecía entre las sombras atocinadas del programa de Évole. No, el escándalo es que no te sirvan a ti. Ese Villarejo era el mismo que invitaba a marisco a Dolores Delgado, ahora fiscal general del Estado, antes ministra de Justicia y aún cariátide de Sánchez, y le contaba lo bien que le funcionaba su negocio de extorsionar con putas. “Éxito garantizado”, apostillaba ella. No parecía espantarse tampoco Baltasar Garzón, héroe plateado, como un Richard Gere de la izquierda. Sería por un romanticismo putero que se le había quedado en el ojal, en plan Pretty woman.

La partitocracia, con su embudo y con su ventilador; la casta, con lo público como botín, como farde, como alfombra de tigre en el picadero o como amenaza abultada en la gabardina. Podemos ha ido haciendo todo el curso de partitocracia hasta bordarlo. Recuerden cómo Iglesias reclamaba para él los telediarios, sin dejar por ello de quejarse de la prensa “antidemocrática”. Ahora, se atreve a denunciar que lo persiguen los jueces grillo del PP, a la vez que considera “estar en rebeldía con respecto a la democracia” no renovar el Consejo General del Poder Judicial, cosa que consiste precisamente en que los partidos se reparten los jueces de caoba que se sientan allí, cada uno como ante una máquina de coser antigua de la ley.

Se trata de lo público, que es como un jamón de Carpanta para todos los partidos, y lo es también para Podemos, que yo creo que nunca fue otra cosa que casta, que siempre aspiró a ser casta tras un como purgatorio sandalio. Ese proyecto de cielos asaltables no era otra cosa que tomar lo público. Si el bipartidismo usa lo público como negocio, esta nueva izquierda lo usa como papado familiar, que viene a ser lo mismo o incluso peor, porque en el negocio incluye también la moral y las almas. Podemos ya es un partido más. Es hasta prescindible, cosa de la que ya se ha dado cuenta Sánchez. Como última transfiguración o estrategia, Iglesias debería admitir que es como todos, que pertenece a la “oligarquía de los gabinetes de los partidos”, como definía nuestro sistema Alfonso Osorio, y que usa el embudo y el ventilador, y el ventajismo de lo público, como los demás. Debería admitir, al menos, que su moño es un arma judicial como el de la Pantoja.

Podemos ya está en el Gobierno y ya está en los tribunales, o sea que ha culminado su revolución callejera perfumada de jazmines y de chicles de cabina telefónica convirtiéndose en un partido exactamente igual que los demás. Usan argumentos de Felipe González o evasivas del Bigotes contra la prensa o contra los jueces, aunque ellos aseguren que en su caso eso sigue siendo pueblo y democracia puros, como la croqueta. Fíjense que Iglesias incluso gasta ya moño de la Pantoja, ese moño pasivo agresivo, altivo y penitente a la vez, un minarete de dignidad ante la gente y un rompeolas para los espumosos jueces y los fiscales panochos de Morena clara. Podemos ya es puro folclore de la partitocracia.

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