Ahí estaba Pablo Iglesias, recibiendo una bronca de María Jesús Montero como por tocar mal el arpa, allí por esos salones de arpa sin arpa donde hasta Cánovas parece una bailarina de cajita de música. Montero es como una monja con cornete que te pilla por la oreja o por el moño en medio de la trastada y te lleva a un rincón becqueriano a leerte la cartilla o a dejarte con los brazos en cruz. “No seas cabezón”, le oyeron decir. El Gobierno, ya ven, es un colegio. Los vicepresidentes zascandilean por ahí, dando patadas a las latas o rompiendo jarrones keynesianos, o bufonean durante el ensayo del coro o el consejo de ministros, con su voz ya con pelusilla, y tiene que llegar una madre superiora a poner orden a palmetazos. Hay quien ha criticado que esto se haga así, a la vista, por los pasillos de ópera del Congreso que convierten todo en cotilleo y en apuñalamiento sobre terciopelo. Pero es que al niño travieso hay que reñirle en cuanto lo pillas, no vas a esperar a que baje del árbol o vuelva de apalear gallinas.

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