Ahí estaba Pablo Iglesias, recibiendo una bronca de María Jesús Montero como por tocar mal el arpa, allí por esos salones de arpa sin arpa donde hasta Cánovas parece una bailarina de cajita de música. Montero es como una monja con cornete que te pilla por la oreja o por el moño en medio de la trastada y te lleva a un rincón becqueriano a leerte la cartilla o a dejarte con los brazos en cruz. “No seas cabezón”, le oyeron decir. El Gobierno, ya ven, es un colegio. Los vicepresidentes zascandilean por ahí, dando patadas a las latas o rompiendo jarrones keynesianos, o bufonean durante el ensayo del coro o el consejo de ministros, con su voz ya con pelusilla, y tiene que llegar una madre superiora a poner orden a palmetazos. Hay quien ha criticado que esto se haga así, a la vista, por los pasillos de ópera del Congreso que convierten todo en cotilleo y en apuñalamiento sobre terciopelo. Pero es que al niño travieso hay que reñirle en cuanto lo pillas, no vas a esperar a que baje del árbol o vuelva de apalear gallinas.

Iglesias todavía entra en el Congreso como un mensaca y todavía está en el Gobierno como en el bar, pero es lo que pretende. No es sólo que el Gobierno tenga sus dos sensibilidades, sus dos culturas como dice Sánchez cuando se quiere poner como mozárabe con ese gallinero que tiene entre manos. No es sólo que las dos voces o caras o nalgas de este Gobierno no se comuniquen adecuadamente, que también. Y tampoco es que Sánchez tenga tan engañado a Iglesias que éste, contentado en la Moncloa, se encele y se cabree luego cuando descubre la verdad en el Hemiciclo como el que descubre la verdad en el dormitorio. Lo que ocurre, sobre todo, es que a Iglesias le interesa más lo que se hace y lo que se dice fuera que estar ahí en el consejo de ministros dibujando garabatos y lanzándole a Calviño bolitas de papel pegajosas de saliva e insinuaciones.

Los ministerios de Podemos apenas son direcciones generales o garitas de ordenanza. El poder, pues, no lo buscan ahí, o sólo tendrían el de hacer fotocopias y levantar la barrera para que entre el cáterin. Su poder no es tanto gobernar como ser Gobierno, sonar a Gobierno, parecer Gobierno, como una póliza. Y eso no se consigue en sus ministerios todo jardineras ni en el búnker de Moncloa controlado por Iván Redondo como por un entrenador de natación. El poder se consigue con el Iglesias vicepresidente en el atril, con el Iglesias vicepresidente levantándose de su escaño azul como un banderillero que salta el burladero, con el Iglesias vicepresidente en televisión o en Twitter. O con el Iglesias vicepresidente siendo azotado como con una fusta de marquesa por defender al pueblo. Es ahí, siendo sistema y antisistema, diciendo quién está en la “dirección del Estado”, atribuyéndose o inventándose políticas y logros proletarios o menesterosos, metiendo en el discurso institucional el sermoncillo ideológico o totalitario, o haciéndose el fígaro subversivo, es ahí donde él obtiene el poder que quiere, que es propaganda, que es influencia y ruido fuera para que terminen penetrando el piscinón blindado de la Moncloa.

“No seas cabezón”, eso es lo que le dice la autoridad al rebelde, al empecinado, al paladín de los débiles

Iglesias recibía la charla de Montero, pero eso también era un acto de poder o de socavamiento del poder. O sea de propaganda. En un regio salón con chorreras de dorados, con querubines descolgándose de los relojes, con próceres mirando desde sus monedas ferruginosas, con alfombras con marcas de las patas de esfinge de las mesas isabelonas y de los clavecines en chaflán y de las arpas con mascarón de proa; allí, decía, el corrupto Régimen del 78 abroncaba al rebelde por defender al pueblo. Su salario mínimo de reponedor, su corte de luz con anafe, su dignidad de lata de sardinillas, allí abroncados por una regentona con gestos y orlados de Mari Santpere andaluza y condesota. “No seas cabezón”, eso es lo que le dice la autoridad al rebelde, al empecinado, al paladín de los débiles.

Iglesias defiende de viva voz al pueblo, allí en el salón del trono o en la capilla musical del propio poder, delante de sus retratistas y maestros de cámara, sin miedo, sin recato, sin respeto. Y la autoridad le abronca por no doblegarse. Una autoridad retada, temblorosa, amenazada, chillona, que ni siquiera atiende a la discreción de sus biombos y protocolos de cotillón con cartilla de baile, como si hubiera visto un ratón en palacio. La histeria del poder que se ve cercado por la determinación del líder del Pueblo, armado sólo con la Verdad y la Justicia. “No seas cabezón”. Ahí hay frase para memes, camisetas, cervezas artesanales, revoluciones... No era una bronca, era una controlada coreografía, la que le viene haciendo Iglesias a Sánchez todo el tiempo, el pobre Sánchez que se cree que es el cisne con tutú de la función. María Jesús Montero soltaba su bronca congestionada y ridícula como la de un cura ante un pecado de albóndiga de Viernes Santo. Pero era ella la que había sido arrastrada a la ópera de su apuñalamiento y a la zancadilla de recreo del gamberro. “No seas cabezón...”. El Gobierno es un colegio, pero el maestro es Iglesias.

Ahí estaba Pablo Iglesias, recibiendo una bronca de María Jesús Montero como por tocar mal el arpa, allí por esos salones de arpa sin arpa donde hasta Cánovas parece una bailarina de cajita de música. Montero es como una monja con cornete que te pilla por la oreja o por el moño en medio de la trastada y te lleva a un rincón becqueriano a leerte la cartilla o a dejarte con los brazos en cruz. “No seas cabezón”, le oyeron decir. El Gobierno, ya ven, es un colegio. Los vicepresidentes zascandilean por ahí, dando patadas a las latas o rompiendo jarrones keynesianos, o bufonean durante el ensayo del coro o el consejo de ministros, con su voz ya con pelusilla, y tiene que llegar una madre superiora a poner orden a palmetazos. Hay quien ha criticado que esto se haga así, a la vista, por los pasillos de ópera del Congreso que convierten todo en cotilleo y en apuñalamiento sobre terciopelo. Pero es que al niño travieso hay que reñirle en cuanto lo pillas, no vas a esperar a que baje del árbol o vuelva de apalear gallinas.

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