Pedro Sánchez envía a candidatos sosos o gregorianos, a gente que parece un juez de paz del Oeste, como Illa, o un farero escandinavo, como Gabilondo. La diferencia es que con Illa buscaba un efecto, colocar en la cruzada catalana una especie de mueble de confesionario, reconfortante y acogedor, que absolviera a los equidistantes y a los tibios. Gabilondo, sin embargo, ya estaba allí, como un viejo montañés con su cazo. Sánchez es cierto que brilla más rodeado de ministros cerúleos o candidatos capuchinos, porque le hacen parecer un dios de fresco grecolatino entre escribas, coperos y siervas de Apolo. Pero Gabilondo no fue una elección ni una estrategia, sino el primer triunfo de Ayuso. Ayuso ha sido la única que ha descolocado a Sánchez, y en esto incluyo obligarlo a combatir por la plaza simbólica de toda la política española (eso es Madrid ahora) con un busto complutense o un revisor de la Renfe por candidato.

Sánchez no tuvo tiempo ni justificación estética para sustituirlo, pero Gabilondo no sirve para la batalla de Madrid, no se enteraba de nada ya con Cifuentes, a quien le hacía una oposición como de jubilado mirando palomas o zanjas. Illa sí servía para Cataluña, porque allí había mucho votante buscando el perdón y el silencio ojival y el ex ministro parece su retrato de primera comunión. Pero lo de Madrid es la guerra cultural que la derecha le está devolviendo a la izquierda, el enfrentamiento de relatos, de mitos, de iconos, no de programas sobre pavimentaciones o acequias. Hasta Iglesias lo ha entendido y se ha ido como a su cadalso vallecano para el último sacrificio o alarde simbólicos. Pero Gabilondo no sólo se propone hacer política como el que se prepara notarías, sino que además lo hace mal cuando lo intenta.

Moncloa presentó a Gabilondo como soso y serio, tuvo hasta que poner una gran pancarta en Callao diciéndolo y lo que parecía era un anuncio de un espectáculo retrospectivo de Eugenio. El sotanillo de Sánchez trabajaba con lo que tenía, claro, no con lo que deseaba. Gabilondo no es que sea soso, serio y formal, casi como la canción de Loquillo, sino que seguramente no sirve para la política. No por no ser un dios de Emidio Tucci como Sánchez, o un reciario con mantilla como Ayuso, ni siquiera un faquir con colchoneta de piscina como Iglesias, sino porque nunca hizo política sino el ensayo y la siesta del profesor emérito o del vicario coñazo. Eso no servía para nada antes del sanchismo, menos va a servir ahora, en la era del tipito y la posverdad.

Sánchez, al mismo tiempo que lo desautoriza en sus promesas, no puede dejar de auparlo y engrandecerlo a veces ridículamente, como al gordito del equipo

Gabilondo habla de congelar impuestos y dejar abierta la hostelería, que entonces sería como Ayuso, pero los ministros y Sánchez dejan caer lo contrario, con lo que sería un rebelde. Gabilondo dice huir de los extremismos cuando sólo podría sumar, como su jefe, dándole un sillón a Iglesias. Pero Gabilondo no tiene la culpa de nada de esto, él no pinta nada en la campaña y no debería estar en la campaña, pero a la vez es lo único que tienen para la campaña. Sánchez, al mismo tiempo que lo desautoriza en sus promesas, no puede dejar de auparlo y engrandecerlo a veces ridículamente, como al gordito del equipo. Si Sánchez se enfrentara directamente con Ayuso, estaría dándole la razón en su batalla nacional, ideológica, histórica, titánica. Pero tampoco puede dejar solo a Gabilondo, ahí como leyendo un diccionario o una receta, como siempre.

Gabilondo cae en las encuestas como el pisapapeles de profesor que parecía tener siempre en su escaño, sobre los discursos o sobre el pecho, pero Sánchez no puede dejar de apoyarlo y de levantarle el brazo como un boxeador de tongo. Esa tensión, ese desequilibrio y esa desesperación se nota en Sánchez y también en la estrategia del sotanillo de la Moncloa. Se nota en las contradicciones programáticas, en los escenarios forzados y en la propaganda exagerada para un candidato tan preocupado por la seriedad, la formalidad y la política de verdad. Alguien tan discreto que, sin embargo, de repente se ve en carteles como de La casa de papel y en mítines donde el presidente insiste en hacer de él una especie de Rambo intelectual aprovechando que tiene cierto parecido con un Rambo intelectual.

Sánchez no confronta con Ayuso y presenta a Gabilondo, con su pipa mojada y el jersey al revés que le imaginamos, como el candidato antídoto que luchará contra el gobierno de Colón, contra el odio y contra la ultraderechona; o sea que pone a Gabilondo a soportar todo el sanchismo mitológico como un Atlas de despachito de catedrático. Es curioso, porque Sánchez querría tener a alguien que pudiera hacer eso verdaderamente sin comprometerlo y sin rebajarlo, pero acusa a Ayuso de no necesitar a Casado o de ignorarlo. Sánchez hasta le dedicó al líder del PP una ironía al respecto, una guasa que uno imagina largamente acariciada, como un revólver o como un peine de peinarse después de la exhibición, como el Danny Zuko de Grease. Sánchez no puede rebajarse a confrontar con Ayuso y Gabilondo nunca ha sabido hacer semejante cosa. Pero Sánchez sólo puede insistir, inflar a Gabilondo en velas por Callao o en globos en mítines de pressing catch. Y pedir “votar, votar y votar”. Es cierto, a Gabilondo, soso y serio para nada, habría que votarlo tres veces para que compensara haber comprado tanta tela.

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