Ya lo habíamos visto pero no tan de cerca y con los testimonios tan en sangre viva de las víctimas. Los ataques a Kiev, a Mariúpol ya nos habían sobrecogido el ánimo ante tanta muerte, tanta desolación y tanta crueldad.

Pero los relatos de los habitantes de Bucha, una pequeña ciudad residencial cercana a la capital y las fotografías que ilustraban esos relatos superan con mucho el horror que puede expresarse con palabras. Cientos, miles de civiles han sido torturados con una saña que siempre, y en todas las guerras, se nos hace incomprensible e insuperable. Miles de ellos han sido ejecutados fríamente con un tiro en la cabeza, otros han sido asesinados cuando circulaban por la calle a pie o en bicicleta. 

Ningún animal de ninguna especie tiene la pulsión de la venganza, sólo los seres humanos. Y la ferocidad y la maldad intrínseca y despiadada con la que se están vengando de la población superviviente las tropas rusas cuando tienen que retirarse de una ciudad previamente ocupada por ellas es la prueba de que somos la especie más indigna y rastrera de cuantas ocupan el planeta Tierra.

No es, por supuesto, la primera vez que el mundo asiste al espectáculo dantesco de una matanza. No hace tantos años que escenas muy parecidas, si no idénticas, tuvieron lugar durante la guerra en los Balcanes. Quizá incluso más terribles, si eso pudiera ser, en la medida en que en aquel conflicto espantoso los vecinos de escalera se convirtieron de un día para otro en verdugos sanguinarios de otros con quienes tiempo atrás habían compartido saludos, sonrisas e incluso una cierta amistad.

La ferocidad y la saña que hoy vemos en los soldados rusos ya la hemos visto en ocasiones anteriores, pero siempre tendemos a creer que el horror es cosa del pasado y que no volverá a repetirse. 

Después de las terribles matanzas perpetradas en la Segunda Guerra Mundial, la conquista de la paz y del bienestar en los que las generaciones nacidas a partir de los años 40 en esta parte occidental de Europa han, hemos, conseguido instalarnos nos empuja a cometer ese error de apreciación que resulta sistemáticamente desmentido por los hechos.

La esperanza de que Putin y los suyos paguen algún día por sus crímenes es sólo eso, un ferviente deseo nulamente sostenido en la realidad

Putin es un asesino que ha lanzado a su ejército a invadir un país y a masacrar sin piedad a su población hasta su exterminio si no puede someterla. Cualquiera que vea esas fotos o escuche esos testimonios no puede tener duda de que lo dicho es una evidencia.

Y sin embargo, la mayor parte de la población rusa desconoce lo que está sucediendo más allá de sus fronteras. Y no sólo eso: cuando tienen noticia de la sobrecogedora realidad, se niegan a darle crédito.

Fue muy llamativo el testimonio hace unos días ante una cámara de televisión de una mujer ucraniana, cerca de la ancianidad pero todavía no en ella, que explicaba desolada que tenía una hermana que vivía en Rusia y que cuando ella le contaba el horror que se estaba viviendo en Ucrania, las desgracias que estaba padeciendo ella misma, se negaba a creerla y la acusaba de ser agente de la propaganda antirusa. “Ya no nos hablamos, hemos perdido el contacto”, decía llorando.

Este es el poder de Putin, un poder que no es posible ejercer si no existe un sometimiento previo de una sociedad a la que se le niega la libertad y a la que no se permite la posibilidad de tener una opinión sobre la realidad porque previamente se le ha extirpado de raíz el acceso a la información.

Con esa base previa es posible construir un aparato de poder que siga fielmente a todos los niveles las directrices emanadas de la cúpula y que niegue fríamente las evidencias en la certeza de que su versión, por insostenible que resulte para quien tenga ojos para ver y mente para leer, va a ser admitida y secundada por quienes tienen interés en que lo que no les conviene no exista. Y, por supuesto, admitida y secundada por toda la población a la que se le ha prohibido previamente pensar y opinar por su cuenta bajo amenaza de cárcel o, si es preciso, de muerte.

Es una vieja táctica que sigue dando resultado en las dictaduras donde la conveniencia y los intereses del tirano son la única ley. La táctica no funciona en las sociedades libres, pero eso no es lo que importa al sátrapa sino que produzca los resultados perseguidos en la población que vive bajo su bota.

Y mientras el tirano siga vivo y apoyado por sus círculos de poder será imposible someterle a él y a toda su estructura a ningún Tribunal Internacional como el que debería juzgar y condenar a Putin, a sus ministros y a sus generales y mandos del ejército a penas máximas de prisión. 

Pero eso no va a suceder mientras los asesinos sigan dirigiendo Rusia. Y no hay indicios de que exista en ese país ningún movimiento para derrocar al sátrapa. Por lo tanto, la esperanza de que Putin y los suyos paguen algún día por sus crímenes es sólo eso, un ferviente deseo nulamente sostenido en la realidad. 

La única opción factible de acabar con esta matanza es que Estados Unidos, Europa y la OTAN sigan proporcionando material bélico a las fuerzas ucranianas, que éstas consigan hacer retroceder en lo posible al ejército ruso y que las sanciones económicas impuestas por Occidente a Rusia acaben ahogando su economía y haciendo que le resulte imposible a Putin financiar una guerra duradera. 

Pero para eso sería necesario que los intereses de los países sancionadores -es el caso de la importación de gas, que se sigue manteniendo- no sigan poniéndose todavía por delante de la exigencia política y moral de imponer el mayor castigo posible a ese criminal de guerra que es el tirano ruso.