No recuerdo haberme sentado nunca en ese sitio. Ni siquiera haberme tomado un helado. Aunque sí esas paredes blancas y azules tan de chiringuito de playa y de verano teñidas del humo de todo lo frito que allí se cocina, los gritos de los camareros restando las raciones de bravas que quedaban por servir, y a Manolo, el loro de plumas verdes, azules y amarillas que siempre repetía mi "Hola" más inocente esperando que algún día pudiéramos mantener una conversación más larga. Nunca sucedió, claro.
Manolo era quien daba la bienvenida a los que entraban allí, desde su jaula, antes que cualquier camarero; y a los que estábamos de paso, como nosotras.
Pasar por el chiringuito Manolo era ir a la playa hasta antes de comer o fastidiar la siesta a “los mayores” para ir hasta que el reloj marcase la hora de ducharse, quitarse la arena y ese olor a maresía, e ir a saltar a las colchonetas que cada verano irrumpen el paseo de Segur de Calafell, un municipio de la provincia de Tarragona. Porque en verano no hay horarios, pero para según qué. Era ir siempre de la mano de mi abuela, sus chanclas azules, de plataforma, por supuesto, porque antes muerta que sencilla me ha repetido siempre, y un pareo a rallas, flores o topos. Que más da. Y los pendientes. A la playa siempre hay que ir con pendientes.
Y los pendientes. A la playa siempre hay que ir con pendientes
Yo llevaba mi mochila con una pala y un rastrillo para hacer castillos con mi hermana mayor que luego destrozaba sin piedad -los de ella-, y ella una silla bajo el brazo para sentarse y simplemente contemplar bajo la sombrilla, sin mojarse ni una de sus mechas color caoba, todo lo que allí pasaba mientras ojeaba alguna de esas revistas de recetas veraniegas y dietas milagro que nunca le han importado, en realidad. A mi abuela siempre le ha dado miedo el mar, pero disfrutaba de la playa y de sus cuatro nietos solo con mirarnos y ver nuestro disfrute. Y ahora sigue haciéndolo, aunque de una forma distinta.
Desde hace doce años, Matilde -mi abuela -, mira también para hablarnos. Un derrame cerebral ha convertido sus palabras en susurros y le ha puesto ruedas a su silla de playa. Sigue dándole miedo el mar, pero su pelo sin canas sigue intacto y su dedo acusador cuando algo le parece mal se levanta con más fuerza que nunca. Sigue folclórica y aunque los recuerdos le duran menos hay uno que mantiene y es el de Manolo, su Hola, la playa y el verano cogidas de la mano.
Al final son los veranos los que hacen los recuerdos. Son los chiringuitos, las playas, las abuelas, y hasta ese loro, los que se mantienen intactos y te sitúan en las coordenadas correctas, en los lugares donde fuimos felices.
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