El rey Felipe, la reina Letizia, el rey emérito y la reina Sofía acabaron sentados juntos en el funeral de Isabel II, frente a su ataúd como el mueble bar de la suegra. La reina Isabel, reina como una suegra o tía abuela del mundo o del siglo, que hasta era trasladada como una máquina de coser antigua por las calles; la reina Isabel, decía, había conseguido reunirlos otra vez gracias al duro protocolo de la monarquía, que es inhumano como es inhumana la propia monarquía (el intento de que simples humanos parezcan dioses siempre es agotador, usualmente ridículo y en bastantes ocasiones cruel). El duro protocolo de la monarquía, en este caso, era algo así como el sofá de escay de la suegra muerta o viva, muerta con un ojo abierto, muerta con la mecedora y la caoba sonando como un carillón, muerta con el joyerío y el abanico de bandera extendido en el pecho, y en ese duro protocolo, los agravios, las rencillas y hasta los cuernos hay que tragárselos como llavines de un cofrecito secreto.

Ni la voluntad ni el arrepentimiento ni la avenencia ni la lástima volvieron a juntar al rey y a su padre, siquiera separados por Letizia como por un asiento con bolsito, como el bolsito de Soraya, muro o sustituto de todo un reino. Lo que los volvió a juntar fue la ceremonia, la obediencia a la ceremonia, al menos la del rey Felipe, porque don Juan Carlos podría haberse excusado, salvo que él no tiene por qué excusarse de nada, ya lo sabemos. Yo creo que el responsable de protocolo, que uno imagina más o menos como la alegoría de la justicia, con una venda en los ojos y una pala de pescado y una campanilla en las manos, no tuvo ni buena ni mala intención, sólo colocó a los diferentes invitados como se colocan los cubiertos en la mesa o como se colocan las jerarquías de ángeles en los Cielos, de una manera orquestal e inamovible. A nosotros la imagen nos daba morbo, pero debe de ser que no somos muy monárquicos, si no entenderíamos que en la monarquía, más en esa celebración gloriosa, no hay morbo ni peleas como no hay ganas de orinar, sólo hay ceremonia y eternidad.

En la monarquía, la ceremonia no es ornamental, sino sustancial. La monarquía sólo existe en la ceremonia

Nuestros dos reyes freudianos o shakesperianos, con su tragedia y su morbo, se disolvían en el protocolo, se disolvían en la propia monarquía, cosa que nos enseña el poder que tiene aún la institución, un poder mágico o hipnótico capaz de disponer esta congelación del tiempo y de las almas. Es cierto que don Juan Carlos aún se permitía bromear con doña Sofía, porque en los funerales, como en las bodas, siempre hay un chistoso. Y a la reina Letizia también la vimos girarse hacia su suegro alguna vez, leve, rígida y duramente, como una esfinge. Pero nadie se movía mucho en ese sofá de escay de la monarquía, que era la máxima autoridad en el funeral como era la máxima autoridad en la salita de estar. Ese poder, sin embargo, no es de las monarquías ni de sus testas coronadas o descornadas, sino del ritual. Don Juan Carlos o Felipe VI en chancla por los veleros o los paseos marítimos, o Isabel II con ropa de campo en Balmoral, son particulares. Es dentro del ritual donde son reyes. En realidad, el delito del emérito no ha sido ser codicioso o pichabrava, sino salirse del ritual.

El ritual lo es todo, las cosas tienen el tamaño de su ritual, sea un cumpleaños, una boda, un Óscar, un entierro o incluso Dios, que tiene el tamaño de sus catedrales, la eternidad de sus coros y la profundidad de sus copones. Sin ceremonia, la monarquía serían los Roper, y hasta Isabel II se hubiera quedado en una señora bajita pegada a un bolsito, como si se hubiera muerto una señora en el médico del seguro. Esta gente se muere mucho, se muere largamente, se muere numerosamente, se muere en carrusel, se muere en todas partes, tienen todavía la muerte como otros tienen una semana de vacaciones y dan con la muerte una tabarra de fotos de crucero. Pero es que tienen que hacerse ceremonia como otros tienen que hacerse el álbum, si no nos quedaría en la memoria alguien que sólo mueve la mano como una sevillana de cartón, hace discursos en academias de ballet y en embajadas de ponchera, y asiente ante los políticos y ante los curas. Y no pasa sólo con la monarquía: sin ceremonia, Pedro Sánchez sólo sería un chistoso de boda o de funeral o de despedida de soltero.

Don Felipe y don Juan Carlos, en el sofá de escay del funeral o de la monarquía, volvían a ser reyes a la par y hasta familia en domingo, a la vez que Isabel II subía a los cielos, a las cúpulas, al anaquel más alto de la historia, con las vajillas caras y las guerras caras. Ése es el poder del ritual. Don Juan Carlos se salió del ritual para caer en una alcoba con cortina de macarrones o en un bingo de lentejas de oro. Quiero decir que lo mismo hubiera podido caer en la misma alcoba y en el mismo bingo sin salirse del ritual, y entonces no hubiera habido conflicto. El conflicto, en la monarquía, es sólo un fallo de coreografía, como cuando los reyes tropiezan y caen y es como si se cayera la Virgen del Rocío, desdiosándose.

El protocolo de la monarquía, duro, inhumano, volvió a unir al padre y al hijo como entre celosías de silencio y reojos. La ceremonia nos dejó una foto que también, claro, es ceremonia. En la monarquía, la ceremonia no es ornamental, sino sustancial. La monarquía sólo existe en la ceremonia, fuera de ella se es un regatista o un cazador o una viejita con galletas o un viejo verde, sin más. Pero el ritual, igual que sirve para que los dioses parezcan reales y dinastías hemofílicas parezcan dioses, sirve para dar importancia a los hechos y para que se tome conciencia de ellos. Por esto la monarquía, aun afectada o repolluda, todavía puede ser útil en democracia, mientras sea capaz de coreografiar no sus gloriosas pelucas sino la misma democracia, y concienciar sobre ella. Yo creo que Felipe VI está ahí, y Carlos III ya veremos. En cuanto a don Juan Carlos, simplemente, nadie lo ha podido tener nunca quieto en un sofá de escay.