Hacer esperar al rey en su coche acharolado, redondo y alto, como un cochecito de niñera con cofia, a mí me pareció que era como convertir por un momento al rey, al Estado y al coche en fúnebres. Yo creo que eso es lo que hizo Sánchez, encerrar o enterrar al rey en su cripta o en su clavicordio antes de tiempo, para hacer una república de un minuto, como la catalana o así. El rey esperaba en el coche, el coche brillante, acolchado y quieto como un féretro, mientras Sánchez caminaba, bamboleante, entre carruajes de luto, soldados de luto, caballos de luto, ujieres de luto y una España de luto con un rey emparedado en su coche castillo igual que un fantasma escocés. Querían que Sánchez estuviera el mínimo tiempo aguantando el abucheo currista del público y el séquito del presidente apuró demasiado (me imagino a Bolaños con un reloj luisino en la mano como una cajita de rapé). Pero a mí me parece el último intento de ir quitando monarquía con ruedas de carro para ir poniendo sanchismo con tipito de pasarela. Haciendo esperar al rey, Sánchez se hacía esperar él, o se quedaba él de rey, siquiera rey de las bandas de música y las cabras coronelas.

Pero quizá es verdad que el arte está muy desperdigado y silencioso; que la historia es, según, mamotreto, tabú, religión, cosplay o delirio

En el día nacional, pintado con brocha gorda de paracaídas, gasolina en el cielo y penacho de coracero, todo es simbólico e indeleble, que eso de la patria o de la Patrulla Águila se diría que se queda como carmín en la arquitectura azogada de Madrid. A mí, la verdad, más significativo que ese gran desfile con ejércitos de sobre (como los que comprábamos de niño) y con la prisa de la cabra, me parece que este 12-O se hayan abierto los museos para que el españolito se meta gratis dentro de los miriñaques y violones desguazados de nuestro arte y nuestra historia. Pero quizá es verdad que el arte está muy desperdigado y silencioso; que la historia es, según, mamotreto, tabú, religión, cosplay o delirio (por ejemplo, yo creo que Abascal tiene a Pizarro más como amigo imaginario que como figura histórica); y que aquí no hay tradición ni ritual para lo puramente cívico o civil. O sea, que al final sólo queda lo militar, que es rápido, desmontable, aparatoso e invariable, como una gaita, y cabe en una calle como cabe en todos los siglos. Pero todo es simbólico e indeleble en este día que se repite igual que un reloj tirolés, decía, y también el gesto de Sánchez fue simbólico e indeleble.

Saltarse el protocolo, cree uno, es que una señora le pida a la reina Letizia que le dé un abrazo y que la reina, efectivamente, se levante como una sobrina, rápida y agachadita ya a la altura de bebé del abrazo, y se lo dé. Y un despiste puede ser un botón cojo en la levita de alquiler que uno se ha puesto por primera vez para su primera recepción real, y que le sienta como si se hubiera vestido de hombre rana. Lo de Sánchez, o lo del equipo de su búnker, a uno le parece más estrategia que despiste, o más traición del subconsciente que naturalidad, como aquel año que el presidente saludó al rey en la recepción y se quedó a su lado, como si hiciera con él equipo de baloncesto. Yo creo que Sánchez no se queda al lado del rey como si fuera su entrenador, ni usa 20 coches cuando aterriza en La Coruña, ni deja al rey encerrado en el guardarropa por despiste o mal cálculo de ese equipo suyo lleno de comités de expertos. Sánchez hace esto por una inercia de hortera (la inercia del hortera es irremediable, casi una ley de Newton) y un tirón de vanidad que ahora, más que nunca, se agravan porque ve que se le va acabando la publicidad gratis. Esto va a ser, a partir de ahora, un bombardeo y un atufamiento de Sánchez, como los bloques de anuncios de perfumes en Navidad.

El Gobierno de la gente está que no puede salir a que lo vea la gente, y a su presidente no le importa tomar a un rey de parapeto o de burladero

A Sánchez ya no sólo lo espera un búnker con puertas de Superagente 86, ni esos convoyes enteros de seguratas, tráileres, secretarios y cocineros, como en una gira de los Stones, sino que ya lo tiene que esperar hasta el rey. El rey ahí, encerrado en el costurerito de su coche, mientras Sánchez hace su paseíllo un poco como el torero del festival de Vox, entre estafador y alelado. El Gobierno de la gente está que no puede salir a que lo vea la gente, y a su presidente no le importa tomar a un rey de parapeto o de burladero, dejar su uniforme de capitán general lleno de tomatazos o dejar a la monarquía ahogándose en el coche negro como en un tintero, igual que Carlos de Inglaterra. No sólo es por ahorrarse un rato de vergüenza, sino por sentirse un poco rey, como el niño que se siente Spiderman con el pijama de Spiderman.

Sánchez dejó al rey esperando en su coche bombonera o catafalco, algo que en el día de los simbolismos indelebles y de la patria en estuchitos a uno le parece un regicidio en efigie. “He salido cuando me han dicho”, se ha excusado Sánchez, un mandado al fin y al cabo. Todo estaba planeado, pues, y yo me imagino ahí a Bolaños, con el ojo en la cerradura, el puñalito de don Mendo, la risa de Richelieu y una corona de Burger King, mientras Sánchez presidía momentáneamente no ya un 12-O sino el entierro en efigie de don Felipe como el de doña María de las Mercedes. Todo en este día es simbólico e indeleble y yo creo que lo que queda es que una corona espera a Sánchez, o eso se cree él.