Antes de que Pedro Sánchez nos prometa aire acondicionado público en la huevera para todos, o meter España entera en agua fresquita, como una gran sandía playera, Yolanda Díaz ha decidido prohibir trabajar al aire libre cuando haya alerta por altas temperaturas, algo que convierte a nuestro presidente en mero vendedor de frigodedos o de gorras con ventilador. Yolanda Díaz, ministra a la sombra de una sombrilla de encaje y seda, como la zarzuela, se ha dado cuenta de que cuando pega el sol lo mejor es meterse bajo el templete, o en el jacuzzi, o rendirse a la siesta con gin-tonic o siquiera con gazpacho, que es una tontería estar ahí achicharrándose por gusto. Yo creo que Yolanda se cree que todos aquí trabajan de oficinista o de portasombrillas de ministra, que la agricultura, la construcción, la logística o hasta la playa se pueden parar hasta que ella se termine de echar la siesta en pololos, como Escarlata O’Hara.

Yolanda Díaz ha visto venir la calorina detrás de sus gafas de sol gordas, de estrella del Gobierno como una estrella de la Metro, y ha decretado que se deje de trabajar, que trabajar en verano, más que un peligro, es una ordinariez. Yo creo que piensa que trabajar en España, en general, es una ordinariez, y que ser obrero es una especie de título nobiliario que tienen los votantes de la izquierda pero en realidad ellos no trabajan, sino que sólo montan asambleas, tipis, guillotinas o proyectos de economato. Sin duda, Yolanda cree que se puede parar todo y, a la vez, que siga funcionando todo, como si todo el mundo fuera funcionario de mover papeles con lenta grúa de papel. A lo mejor en eso consiste la izquierda verdadera, en que el trabajo sea un derecho pero no un hecho, un estado mental pero no físico, y en pensar que cuando todo se para en realidad nada se para, que el aliento primigenio del Estado sigue ahí, sosteniéndolo y haciéndolo girar todo, de las bielas a los molinillos del verano.

Cuando pegue el sol, se desalojarán los campos, los montes, las canteras, los astilleros, las cubiertas de los barcos, las plataformas petrolíferas… Cuando pegue el sol, abandonarán el uniforme los operarios de la Renfe, los guardabosques, los policías de tráfico y hasta los bomberos, todos como para hacer su calendario benéfico en pelota. Cuando pegue el sol, se vaciarán las playas como si viniera un tiburón, se cerrarán los chiringuitos y restaurantes con cocinas infernales, se parará igual el turismo de catedral que el de calita, y se detendrán en seco las cadenas de suministro salvo, supongo, las de eso de El Precio Justo que dicen ahora, que sacará sus alimentos y hasta sus vacas de algún almacén de cartón ideológico. Se parará casi todo, salvo los ministerios, que ya estarán parados o sólo navegando, que a lo mejor de ahí le ha venido la inspiración a Yolanda, que va en ministerio como Cleopatra iba en barcaza.

Se parará casi todo, salvo los ministerios, que ya estarán parados o sólo navegando, que a lo mejor de ahí le ha venido la inspiración a Yolanda, que va en ministerio como Cleopatra iba en barcaza"

Con el país entero hibernando como una yogurtera, bastaría esperar a que pasara el sol, como cuando se espera a que pase el tren, para salir luego ya, a la fresquita, al olor del jazmín, hacia el jardín italiano o la fiesta ibicenca que es el verano de noche. El mundo, y más el verano, funciona solo, apenas a pedales de palabras de la izquierda, pura energía sostenible y eco-friendly. Es curioso porque, como suele ocurrir con la izquierda, es el pobre el que no puede permitirse sus ocurrencias. Es el pobre el que no puede echarse la siesta con botijo anisado cuando le da la gana, ni escoger él su propio horario como si escogiera el horario de las mareas o de los peces o del propio sol. Ahí se ve el pijerío de esta izquierda pija, que cree que los obreros y las vacas están pintados en los murales y que los que trabajan al sol se pueden ir a casa cuando quieran, como si sólo posaran para el político igual que para el poeta o el decorador de vajillas.

Antes de que Sánchez nos regale el yate o siquiera el váter con chorrito refrescante, Yolanda prohibirá el trabajo, que es lo más revolucionario o milagroso que se le ocurre a uno, a un paso de parar el propio sol, como Josué, o de imprimir el dinero o la vaca en casa. La cosa sería una especie de Sol Justo, como Precios Justos, con Yolanda regulando la radiación solar y la alegría como sólo ella sabe, manejando blancos, vuelos, sonrisas, encajito, sombrillitas, margaritas y tabúes. La medida, la verdad, tendría tantas excepciones, acotaciones y notas a pie de página que como siempre el milagro se quedaría en sentido común, en cambiar de horario al barrendero o de turno al del martillo neumático, que para eso no hace falta abolir el trabajo ni el verano ni el capital. Pero en eso consiste el milagro, en la invocación más que en la acción, y hasta en asar almas pobres a la parrilla más que en salvarlas, que ése es el milagro favorito de la izquierda.

Cuando pegue el sol, Yolanda simplemente pondrá en pausa el verano y el país, como un radiocasete playero (“Yolanda cuando pega el sol” parece un cuadro de Sorolla o de Manet, o quizá sólo una canción de Fórmula V, la verdad). Yo imagino una gran sirena sonando, como si el sol viniera en un bombardero, y la gente huyendo de las calles y la arena como de arrozales vietnamitas. Todos, ambulancieros y quiosqueros, guardias y mimos, paletas e instaladores, pescadores y forestales, pastorcillos de égloga o de supervivencia, socorristas y tenistas, el espetero y el torero, el vendedor de collares y hasta el vendedor de frigodedos… Hasta Sánchez tendría que dejar de trabajar como suministrador de felicidad, de hamaquero o camarero o paellero sonriente del verano, como si fuera el Risitas. Y esto sí que no lo veo yo.