Ninguna otra etiqueta ha sido más recurrida por la clase dirigente israelí como la del antisemitismo para acallar, neutralizar o disuadir las críticas hacia su política. A lo largo de varias décadas, cualquiera que osara criticar su conducta política era sistemáticamente descalificado como antisemita, con el consecuente riesgo del descrédito e, incluso, inhabilitación de su carrera profesional y política.

Esta reiterada descalificación ha cumplido básicamente dos funciones: una, distorsionadora del debate, y otra, disuasoria de potenciales críticas. En el primer caso, con la calificación sistemática de las voces críticas como antisemitas se distorsionan los términos y temas del debate, desviando la atención de los hechos y acontecimientos que se denuncian, poniendo el foco de atención en torno a esa descalificación, en lugar de abordar las causas que suscitan esas críticas. En el segundo caso, tiende a disuadir las expresiones críticas, neutralizarlas o atenuarlas ante el temor de ser descalificadas como antisemitas, con el consiguiente desprestigio, invalidación y exclusión que conlleva.

Un ejemplo ilustrativo fue el denominado Informe Goldstone, elaborado por un equipo de investigación de la ONU sobre el conflicto en Gaza durante diciembre de 2008 y enero de 2009. Encargado en abril de 2009 por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, esta misión estuvo encabezada por el juez sudafricano Richard Goldstone, exjuez del Tribunal Constitucional de Sudáfrica y Fiscal del Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia y Ruanda.

Publicado en septiembre de 2009, el informe concluía que el ejército israelí había cometido acciones constitutivas de crímenes de guerra, al igual que las milicias palestinas de Hamás. La reacción de Israel no se hizo esperar y descalificó el informe por “sesgado” y “escrito de antemano”. Su ministro de Finanzas, Yuval Steinitz, acusó de “antisemita” al propio Consejo de Derechos Humanos de la ONU por aprobar el informe. Al respecto, cabe destacar dos hechos significativos. Primero, Israel tuvo la oportunidad de colaborar con esta misión de investigación, pero rechazó esa opción e incluso negó su entrada en Israel y en Gaza (donde finalmente entró por el acceso egipcio).

La crítica de antisemita carecía de fundamento al ser el juez sudafricano Goldstone judío sionista y partidario de Israel

Y, segundo, la crítica de antisemita carecía de fundamento al ser el juez sudafricano Goldstone judío sionista y partidario de Israel. Pero la etiqueta de antisemita cumplió su función disuasoria. Dos años después, el juez Goldstone se retractó en un artículo público aparecido en The Washington Post, el 1 de abril de 2011, en el que manifestaba que, si entonces hubiera sabido lo que ahora sabía, el informe hubiera sido muy distinto. Los otros tres integrantes de la misión de investigación no vieron motivo alguno para retractarse, y se reafirmaron en las conclusiones del informe al considerar que no había aparecido nada sustancial para modificarlo. El juez Goldstone no presentó ninguna nueva evidencia, aunque trascendió que tanto él como su familia estuvieron sometidos a una fuerte presión en su entorno.

Esta reiterada recurrencia a la calificación de antisemita de toda disidencia o reprobación a la política israelí no niega la existencia de reductos y conductas antisemitas ni, por tanto, su uso justificado y razonado cuando realmente se trata de un comentario o comportamiento antisemita. En estos supuestos no hay nada que objetar; por el contrario, cabe sumarse a esa condena del antisemitismo con toda contundencia. Otra cosa bien diferente es admitir que toda crítica a la política israelí deba ser sistemáticamente calificada como antisemita.

Otra cosa es admitir que toda crítica a la política israelí deba ser sistemáticamente calificada como antisemita

La evaluación política es tan necesaria como legítima, independientemente de que esté dirigida hacia un sistema político democrático o autoritario. En este sentido, lo que se reprocha es la posición o el comportamiento político de un Esta- do o gobierno. Esas recriminaciones no se realizan en función de la condición étnica, confesional o cultural del actor político en cuestión. Lejos de las concepciones esencialistas o idealistas, asociadas a la naturaleza de una determinada etnia, confesión o cultura o, si se quiere, civilización, cabe partir de una concepción más materialista, basada en los hechos y acontecimientos, no en prejuicios atávicos de supuesta supremacía o inferioridad adjudicados a unos y otros.

La instrumentalización del sufrimiento de las personas judías con objeto de inmunizar a Israel de toda crítica ha sido denunciada por autores tanto israelíes como judíos. Uno de los trabajos más osados en la denuncia de la victimización de Israel se debe al profesor estadounidense, de origen judío, Norman Finkelstein, cuyos padres sobrevivieron al Holocausto y su familia paterna y materna fueron víctimas de este. Un bagaje familiar que no dejaba resquicio de supuesto antisemitismo, aunque tampoco se libró de esa acusación. En su texto La industria del Holocausto. Reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío, aparecido en el año 2000 en Estados Unidos, con gran controversia, pone de manifiesto que el genocidio judío ha sido instrumentalizado para deslegitimar cualquier cuestionamiento de la política israelí e inmunizar a Israel. En esa empresa ha sido fundamental el papel desempeñado por Estados Unidos, en particular a raíz de estrechar su alianza estratégica con Israel a partir de 1967.

Finkelstein no es el único autor que ha denunciado esa manipulación, muchos otros han contribuido a evidenciar esa instrumentalización. Sin ánimo exhaustivo, cabe mencionar a Israel Shahak, Yehuda Elkana, Avraham Burg, Peter Novi y Lenni Bren ner, entre otros. En un sentido más general, conviene reseñar que, entre las críticas más contundentes y rigurosas que recibe la política israelí, destacan las firmas de autorías israelíes y judías. Además de un conocimiento más cercano, cabría quizás subrayar que se sienten menos coaccionadas de ser catalogadas como antisemitas. No sufren el temor de otros autores europeos o estadou- nidenses a esa descalificación y deslegitimación.

Pese a estar considerada como una de las principales potencias mundiales por algunas clasificaciones internacionales (oscilante entre la décima y decimoquinta posición), ostentar una evidente supremacía estratégica en Oriente Próximo y ser el Estado dominante y ocupante, Israel adopta la condición de víctima en su conflicto colonial con el pueblo palestino. Se vale precisamente de su poder para proyectar un discurso que invierte los términos de esa ecuación, en la que la seguridad israelí parece estar de manera permanente en riesgo y es la única que realmente importa en toda la región. Además de combatir la resistencia armada a su ocupación militar, tildada de terrorista, Israel también combate la resistencia pacífica, tratando de desvirtuarla y deslegitimarla, con su criminalización y supuesta conexión con el terrorismo, acusando a varias organizaciones no gubernamentales palestinas e internacionales.

Equiparar toda crítica a la política israelí con el antisemitismo sigue siendo una constante, pese a que por su repetido uso y abuso carezca de la credibilidad y la fuerza que poseyó en otras épocas. Aun así, ante la carencia de argumentos más convincentes y probatorios, la tendencia predominante es la de marginar cualquier cuestionamiento de las medidas políticas israelíes, acusadas reiteradamente de antisemitas. Es el instrumento más eficaz que posee para sembrar las dudas, disuadir las críticas y neutralizar todo lo que ponga en tela de juicio su comportamiento político. Peor aún es que esta estratagema encuentre cierto eco entre Estados liberales y democráticos que, ante las crecientes críticas que recibe la política israelí, han comenzado a equipararlas con el antisemitismo en sus legislaciones.

El ejemplo más evidente es la campaña difamatoria de la que está siendo objeto el movimiento del BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones) contra Israel. Inspirado en la lucha contra el apart­ heid en Sudáfrica, el BDS se ha articulado como un movimiento social transnacional que tiene por objetivo “terminar con el apoyo internacional a la opresión de los palestinos por parte de Israel y presionar a Israel para que cumpla con el derecho internacional”. Su creciente eco en las sociedades occidentales, incluso entre aquellas en las que Israel contaba tradicionalmente con gran sim- patía y apoyo, ha desatado una campaña de desprestigio, tildando al BDS de antisemita y legislando en su contra. En Estados Unidos, donde mayor desarrollo legislativo contra el BDS se ha registrado, en algunos Estados las empresas e individuos que trabajen para el Gobierno deben asumir previamente el compromiso de no boi- cotear a Israel.

En algunos países europeos se ha tratado de seguir este modelo imponiendo restricciones, adoptando represalias o criminalizando a los activistas. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Estrasburgo se pronunció en 2020 en favor de la libertad de expresión de los activistas detenidos en Francia por secundar las campañas del BDS. El tribunal consideraba el boicot como una herramienta de expresión y activismo político.

Por último, resulta cuando menos llamativa la cercanía de Israel a los gobiernos populistas, nacionalistas e iliberales en diferentes partes del mundo (Estados Unidos de Trump, Brasil de Bolsonaro, Filipinas de Duterte, India de Modi), unido a los centroeuropeos, que rezuman expresiones antisemitas. Un ejemplo evidente es el de la Hungría de Orbán, tan partidario del naciona- lismo étnico como Netanyahu. Orbán no ha ahorrado comentarios antisemitas contra el magnate y filántropo George Soros que, en otro contexto, hubiera sido tildado de antisemita. Pero Netanyahu también comparte esa animadversión contra Soros desde otra perspectiva, por mostrarse crítico con la política israelí.

Del mismo modo, las formaciones de extrema derecha europea, lejanas herederas ideológicas de aquellas otras que protagonizaron las campañas antisemitas en la Europa de entreguerras, se muestran actualmente islamófobas y proisraelíes. Sin olvidar que su islamofobia parte de los mismos prejuicios y presupuestos ideológicos que el antisemitismo. Esta nueva alianza pone de manifiesto el carácter instrumental que posee el recurso reiterado a la calificación como antisemita de cualquier crítica a la política israelí, tratando de deslegitimar la rendición de cuentas ajustadas al derecho internacional e inmunizar la política colonial de Israel.


Extracto de "Palestina: de los acuerdos de Oslo al apartheid", escrito por José Abu-Tarbush e Isaías Barreñada y publicado por Los Libros de la Catarata.

José Abu-Tarbush es doctor en Ciencias Políticas y profesor de Sociología de las Relaciones Internacionales en la Universidad de La Laguna. Su área de interés se ha centrado en la región de Oriente Medio y el norte de África.

Isaías Barreñada es doctor en Ciencias Políticas (Estudios Internacionales), profesor de Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid e investigador asociado del Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI). Sus áreas de investigación son las dinámicas políticas y los movimientos sociales en los países árabes, la política exterior española y europea, Palestina-Israel y el Sahara Occidental.