La Asociación de Periodistas Parlamentarios concede cada año sus premios navideños a los diputados y senadores más destacados. Nominada como eurodiputada del año Sira Rego -la actual ministra que nunca condenó los 1.200 asesinados de Hamás-, como mejor oradora a la diputada que más tropieza con el idioma, Yolanda Díaz, y como “mejor relación con la prensa” a Mertxe Aizpurúa, la portavoz de Bildu, periodista como ellos con una diferencia, como editora de Eguin y fundadora del diario Gara, señalaba objetivos para ETA desde sus páginas mientras más de 300 periodistas eran amenazados por la banda. Muchos de ellos resultaron asesinados. En la lista de nominados a estos premios hay un eterno ganador, Gabriel Rufián, y como “azote del gobierno” sorprendentemente han nominado a la exministra Belarra. Curiosamente, de Vox solo aparece la portavoz en el Congreso Pepa Millán, en la categoría de “castigo para la prensa”.

Estos premios que hace años eran una fiesta desenfadada y divertida entre políticos y periodistas, se han convertido hoy en un aquelarre sectario que parece dirigido por Francina Armengol. ¿Dónde está la crítica al poder? ¿Cómo se puede blanquear a una condenada por colaboración con ETA que señaló la muerte de compañeros?

El conchaveo entre periodistas y políticos es constante y vergonzoso, no en vano muchos de ellos terminan en las oficinas de prensa de los partidos. Las preguntas en las ruedas de prensa son las esperadas, porque lo importante ni se dice, ni se pregunta. No hay sentido crítico. Y no solo reaccionan así los partidos que apoyan a Sánchez, también el PP cuando no le conviene la pregunta. Así, esta semana se han negado a responder en varias ocasiones al respecto de las relaciones del hijo de González Pons con Gazprom, la gasística de Putin.  A los periodistas que hacen estas preguntas incómodas los propios compañeros les aíslan y piden que se vaya para no entorpecer las buenas relaciones entre políticos y periodistas.

El conchaveo entre periodistas y políticos es constante y vergonzoso, no en vano muchos de ellos terminan en las oficinas de prensa de los partidos

La realidad del motivo de que sucedan estos esperpentos es mucho más simple, la publicidad institucional (440 millones de euros este año y el que viene), que se ha convertido en la única forma de subsistencia para decenas de medios de comunicación, que sin esa financiación hace años que hubieran cerrado. Por lo tanto, ya no se deben a sus lectores, sino a su cliente principal: el Gobierno.

Por dinero se compra a periodistas, por dinero Irene Lozano se convierte en la escriba del presidente, por dinero e impunidad los socios del gobierno pactan con Sánchez… Todo tiene un precio.

En estos tiempos tan difíciles para el Estado de Derecho, respetar la libertad de opinión es crucial, y es casi imposible ejercerla sin que te dilapiden los medios subvencionados, que son la mayoría. Muchas dictaduras han sido votadas libremente por los ciudadanos y todas empiezan igual, controlando la mayoría de los medios de comunicación con dinero público. Luego pasan a controlar las principales instituciones del Estado, a colocar peones en cada lugar estratégico y a provocar que millones de personas dependan de una ayuda pública, un subsidio, una paguita… para crear adeptos por necesidad.

Es el momento en el que un partido que alguna vez tuvo ideología se convierte en una secta. Nada de esto se puede hacer sin la colaboración de los medios. Gracias a nuestra inestimable ayuda, la sociedad española acepta la quita de 15.000 millones a Cataluña, que dos partidos presentes en el Congreso negocien en Suiza con un mediador salvadoreño o que la ley de amnistía escrita por el propio amnistiado sea una “lección de convivencia”. Somos nosotros quienes hemos normalizado en la sociedad española eliminar el delito de sedición, rebajar el de malversación de fondos públicos y, en breve, lo haremos con el referéndum pactado.

Pero al llegar a una rueda de prensa del Congreso jamás les preguntaremos al respecto, nos ceñiremos al guion, les preguntaremos si Sánchez ha llamado o no por teléfono a Feijóo o si las palabras de Abascal son delito de odio. Todo demasiado previsible.

Estos años oscuros demuestran que el dinero lo puede todo, que el periodismo está agonizando y que el votante socialista es el más sumiso y obediente, capaz de aceptarlo todo sin crítica. La política se ha convertido en un acto de fe.