Yolanda Díaz ya va al Congreso con luto de vieja, con luto de pueblo, con luto de rodillazo ante el papa, con luto de Sumar y luto del PSOE, como si Sánchez fuera un señor con estanco del que ella se ha quedado viuda, ella que es demasiado joven y demasiado blanca para el luto, tanto que con ese negro de frunces y lazos parecía más una niña difunta que una esposa viuda. Con luto de moño y de morros, de ministerio y de Ada Colau, que la mató o se mató con su negativa a los presupuestos catalanes, hemos visto a Yolanda hace poco, en la bancada del Gobierno, negro sobre azul como el cielo de un naufragio. Con la boca rota de pena, como una dama lorquiana, apenas aplaudía, o le salían sólo un par de aplausos palmípedos, pegajosos, que se caían enseguida, como alas de aquellos cormoranes de petróleo de su Prestige. Diría uno que estaba sufriendo su izquierda o su ministerio como la muerte de un torero, o que se asomaba a los espejos de los vivos como un fantasma del palacio de Linares. Su partido no le hace caso, Sánchez no la miraba, y así sigue ella, más muerta que viva, más niña que novia y más cuervo que paloma.

Allí estaba Yolanda, de luto solemne en el tapizado, como el gato de un zar, de luto viscoso en las pestañas, como una trapecista vieja, e incluso de luto aerodinámico, ajena, transparente o delgadísima ante el ventilador de mierda que soplaba en el Congreso. Yolanda, tras el abanico negro de sus manos, tras su mueca de niña anciana, como Baby Jane, no participaba en el marrulleo (el Gobierno y la oposición se citan ahora de tendido a tendido, como gente de Joselito y Belmonte que quedan para cruzar navajas), o sea no participaba en nada. Era como si Yolanda se viera de repente extraña, descendida allí, aparcada allí, sin tener ni saber qué hacer, sin ministerio, sin confianza, sin objetivo, sin partido, sin ese presidente con el que voló en alfombra y que ahora le hace ghosting de guapo a la extraña niña vieja, viuda de su partido como viuda de sus muñecos. Extraña y a la vez esclarecida, al darse cuenta de su papel en la política y en el Gobierno, que a lo mejor ya es sólo llevar un farol de viuda con grueso lagrimón de cristal y cera.

Me parece que Yolanda ya está en esa época de luto y velatorio que algunos pasan en el Gobierno, esa época de fantasma con peine de carey que flota en el escaño como en el tocador. También pasaron esa época, recuerden, Irene Montero e Ione Belarra, que se iban dando el pésame mutua, contigua y consecutivamente, como hermanas amortajadoras. O Salvador Illa, que parecía que se levantaba, cada vez, con una corona fúnebre o con su factura en la mano. O el mismo Pablo Iglesias, que llegó a ser, tal cual, el fantasma de un zapatista sin dientes, tanto que todavía se aparece por los zócalos cerveceros de Lavapiés. Parece que llega un momento en que Sánchez los mata o los empareda a todos en su torreón, o los deja en el balcón de saeta del Congreso, vestidos de niñas viudas, de cristos gitanos o de legionarios borrachos, allí donde ya no pueden sino quejarse y lagrimear hasta morir atravesados por un gladiolo de la madrugada, con tragedia, inutilidad y kitsch.

El mentor de Yolanda no era mentor sino explotador, como un chulo con bandoneón, y el partido de Yolanda no es de Yolanda, sino que sigue siendo, como toda la izquierda, como toda la vida, de las tribus

Cómo no estar triste tras las celosías, cómo no estar de luto hasta en los pañuelos. El mentor de Yolanda no era mentor sino explotador, como un chulo con bandoneón, y el partido de Yolanda no es de Yolanda, sino que sigue siendo, como toda la izquierda, como toda la vida, de las tribus. Así que ahí está ella, entre el desprecio de su galán o de su profesor y la certeza de que ni siquiera controla el partido que se suponía que no era más que la prolongación de sus esponjosidades, como esos ángeles con extensiones de nieve en el plumaje que dominan los paisajes y la teología. Diría que Yolanda se ve inútil, nociva o hueca para Sánchez, que le exige algo así como hijos y estofados, y para su izquierda, que no le pide nada porque no la necesita y eso es peor. Y ella responde vistiéndose de negro y cortándose cruelmente las trenzas, como si fuera un segundo acto de Yerma sin tercer acto (no vendrá por la mano de Yolanda el final de Sánchez, seguro).

Yolanda Díaz ya va al Congreso atragantada de luto, seca de lacrimal como de entrañas, negra de una tristeza de pez y encaje. No le sirve a su señor y no la aman sus hijos, en el Gobierno está atada y en el escaño está tiesa, como un hada con argolla. Ni siquiera le permiten ir a peregrinar o a renacer a las fuentes mitológicas de la izquierda: ni a Gaza, que se quedó entre dos dioses o entre dos embajadas, ni al Sáhara, que a lo mejor ya ni existe desde que Sánchez lo volcó o lo rompió como un reloj de arena. Yolanda está de luto o trae el luto, como la tela de un viajante de telas, y si sale con parados en las manos, como gorriones en las manos, se le mueren casi todos, como parece que ha pasado con las últimas cifras que ha dado. Yolanda ya está enterrada en el luto como en el musgo, ya está encanecida de luto como de rayo. Vaya donde vaya será una paloma negra, en el propio palomar de los dioses, en las urnas blanquísimas y ajenas, como tumbas, o en el resbaladizo brocal de la primera bancada, guante azul y asesino de Sánchez.