A Almeida, que es el alcalde de cine mudo de Madrid, a juego con la novia de Chaplin que es Ayuso, no le sale nada que se tenga que hacer con los pies o las manos, ni le sale la realeza castiza, ni el casticismo aristocrático. Pero resulta que en su boda se empeñó en hacer todo esto, junto y coreografiado, de ahí el espectáculo. Almeida, que es manazas y patoso a cuatro manos o a cuatro patas, se marcó un chotis con la señora que parecía un combate de Mazinger Z o una lucha angustiosa por salir de unas arenas movedizas con un cañón. Almeida, que no es majo ni chispero con patillón, abarquillaba la cintura y los morritos y parecía no ya un torero japonés sino un samurái de Carabanchel. Almeida, que se toca por lo lejano de los siglos o por lo bajo de los secreteres con la realeza, se montó una boda en la que la realeza parecía sólo del Rastro, como esos lores con cadenón falso y lamparón legítimo que aún hay por Madrid, por el mismo Rastro, el Palace o el Ayuntamiento. Y yo, más que en el feísmo de la boda, pensaba en que no puede ser bueno que un gobernante se empeñe en hacer cosas que no sabe, y menos que te lo venda como gracia, como suvenir y hasta como telediario.

Almeida se casó en una boda de amor ciego o de verdaderos ciegos, y a mí me preocupan los políticos ciegos mucho más que los políticos patosos y por supuesto mucho más que los invitados ciegos, inevitablemente ciegos después de ponerse esos tocados, esos colores, esas caídas de tela que dejaban ciego. Almeida se casó entre realezas verdaderas y realezas de novelón de después de comer, que quizá son las mismas y por eso la cosa parecía ese final con boda de la modista del novelón. Pero igual que Almeida no se da cuenta de que no sabe bailar, ni el chotis ni el robocop, y que es mejor que no lo vean en esa vergüenza (una vergüenza coreográfica que remite inevitablemente al otro chotis de la noche de bodas), Almeida tampoco se da cuenta de lo horteras que son las bodas, y de que es mejor que tampoco lo vean en esa vergüenza. Y ya no me refiero a invitados o a mirones de infantas, sino a que retransmitan tu boda por la televisión pública. Quiero decir que tiene que haber un momento en que Almeida decide que es buena idea bailar un chotis y un momento en que decide que va a haber conexiones en directo en Telemadrid, y están casi a la misma altura.

Las bodas, antes incluso que un evento privado, son una vergüenza privada, como una colonoscopia, que a nadie, ni a princesas ni a estrellas del cine, le quedan bien una boda ni una colonoscopia. Ese feísmo con turquesas y redecillas de mosca, con esa combinación despampanante de lorzas y raja hasta la ingle, con caballeretes de corbata de bocio y traje de domador, con novia escapada del castillo Disney o del castillo hinchable y damas de honor con tobillo gordo y manga jamón; todo eso ya da de sobra para que las bodas se extingan, o para que sólo se casen los toreros y los futbolistas, o los futbolistas con toreros. A eso aún se le puede añadir el feísmo de una aristocracia con ensaimada en la cabeza o en el hombro, con señorito todavía zambo de caballo o con realezas diagonales o tiesas que parece que han venido no tanto a la boda ni a la eucaristía con espadón sino a venderte un Ribera desguazado y falso. Pero a eso aún se le puede añadir el feísmo aún peor de la aristocracia política, del político que se cree aristocracia, que Almeida confunde su boda con una coronación con santos óleos y hasta Ayuso saluda ya con la mano de madera o de cuerda, como Lady Di, para protegerse las articulaciones del amor del pueblo.

Almeida, queriendo ser vienés de Lavapiés, alcaldón campechano o un Hugh Grant feo, sólo era un político al que le veíamos la torpeza no ya al bailar un chotis sino al considerar que sus minués cortesanos o vírgenes tienen algún interés público

Almeida se casó en el barrio de Salamanca como quien se casa en Las Vegas, con todo el atrezo, el redorado y la satisfacción del lugar, la tradición y los tópicos, más el añadido o tupé propagandístico y populachero de la política. Almeida, queriendo ser vienés de Lavapiés, alcaldón campechano, cayetano de la feria de abril, señorito consorte, primo segundo de un valido de Goya o de un lord del Rastro, chulapo de Dirty dancing, bailarín / boxeador de Chaplin o un Hugh Grant feo, sólo era un político al que le veíamos la torpeza no ya al bailar un chotis que parecía judo sino al considerar que sus minués cortesanos o vírgenes tienen algún interés público. A Almeida no le sale nada que se tenga que hacer con los pies o las manos, ni le sale la realeza castiza, ni el casticismo aristocrático, lo que nos demuestra que ni la torpeza ni el casticismo ni la realeza se pueden ensayar ni fingir. Y sin embargo casi todo lo demás de esa boda, ese ambiente entre realeza de entretiempo y anuncio de Freixenet, e incluso el mismo hecho de haber merecido unidades móviles de Telemadrid con locutores y ángeles, ha pasado al olvido por este chotis.

El chotis de Almeida no era un simple chotis, ni siquiera un atropello durante un chotis, ni el chotis de un buzo, ni el chotis de Godzilla, ni el chotis de Groucho Marx. El chotis de Almeida, que se notaba ensayado, larga, desesperada e inútilmente ensayado, como el salto del plinto del empollón, era la contumacia, la ceguera y la satisfacción ante la propia torpeza, y eso es muy grave en un político. Ni Almeida ni su santa saben bailar el chotis, ni nada seguramente, pero lo que a uno le preocupa es que nuestros gobernantes no tengan pudor en hacer cosas que no saben hacer, hasta el punto de que un baile parezca el asfaltado de una calle o los asfaltados de la calle parezcan bailes. O que consideren que sus bodas de opositor son como bodas de infanta recién salida del convento. Por esa vanidad de torpe y de feúcho, de enseñarnos que se casaba como si nos enseñara que puede con el balón medicinal, ahora lo que ha quedado es que Almeida es torpe y señorito en las iglesias, en el baile y seguramente en el ayuntamiento de caoba como en el dormitorio de caoba.