Los conflictos – en plural – actualmente en curso en Oriente Próximo ofrecen un espectáculo particularmente confuso y alarmante sobre la volatilidad en la región, pero igual o más importante, también nos permiten asomarnos a las tensiones internas en Estados Unidos y a las imprevisibles conexiones entre ambos ámbitos. 

En primer lugar, como la inmediatez del periodismo de noticias tiende a focalizarse al aspecto más reciente de esos conflictos el lector corre el riesgo de en realidad, no entender nada. Así, los titulares de los últimos meses han tendido a concentrarse primero en el ataque Hamás en Israel; para pasar de ahí a la respuesta de Israel en los territorios palestinos; hasta, en la última iteración, contarnos los detalles del toma y daca entre israelíes – que atacaron la embajada de Irán en Damasco – y la respuesta, en forma de ataque con misiles y drones, de los iraníes. Hamás es un cliente de Irán y Estados Unidos está comprometido en su apoyo a Israel, de modo que la conexión entre ambas fases de la guerra y los principales actores en la misma queda aparentemente clara.

Y sin embargo, un aspecto crucial del asunto y el probable detonante de toda la crisis, tiene más que ver con la relación entre Estados Unidos y las naciones árabes suníes del Golfo Pérsico y entre éstas e Irán que con los conflictos, ostensiblemente en curso, entre los iraníes e Israel o Israel y los palestinos.  Y esta situación la creó Donal Trump en 2020 cuando esponsorizó la firma de los Acuerdos de Abraham.

En aquella ocasión y para pasmo universal Jared Kushner, el inexperto yerno del entonces presidente, se las arregló para que Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Sudán y Marruecos reconocieran al Estado de Israel. 

En teoría, o así lo presentaron los responsables, el éxito se debió a la genialidad de Kushner, que fue capaz de invertir el orden de los factores diplomáticos cuando propuso solucionar el conflicto entre los estados árabes e Israel, para proceder a resolver la cuestión de los palestinos en el futuro. En esta fórmula Israel obtenía garantías de seguridad mientras los árabes transigían a cambio de que Israel renunciara a anexionarse los territorios palestinos y, más al caso, de suculentos acuerdos bilaterales con los norteamericanos – por ejemplo, el reconocimiento del Sahara Occidental como territorio marroquí.

La realidad, no obstante, es que Kushner no era ningún genio y que lo nuevo eran las circunstancias sobre el terreno. A saber, que para los gobiernos del Golfo el problema geoesetratégico hace ya que dejó de ser Israel; que ha sido sustituida por Irán, en un realineamiento geopolítico que, justo cuando se produce el ataque de Hamás, iba culminar con la incorporación de Arabia Saudí a los acuerdos de Abraham. El problema político para esos gobiernos, no obstante, es que las respectivas opiniones públicas, menos finas en la cosa estratégica, siguen odiando a Israel.  

En otras palabras, una iniciativa de la Administración Trump en la que nadie creyó jamás – entre otras cosas por su notoria ineptitud– legó a Joe Biden (a todos, en realidad) un Oriente Próximo igual de intratable pero considerablemente nuevo. Y como en noviembre es más que probable que Trump vuelva a la Casa Blanca, todos andan prestando atención a lo que ocurre en la política doméstica en Estados Unidos. 

En primer lugar, en términos generales, y por paradójico que parezca, la política pro israelí de Biden puede, perfectamente, costarle la Casa Blanca gracias a la elevada concentración voto árabe-americano en el estado de Michigan que amenaza con quedarse en casa o incluso decantarse con Trump – con el extraño razonamiento de que, a fin de cuentas, con Trump se firmaron los Acuerdos de Abraham y no ocurrían las matanzas de palestinos que vemos ahora. 

El interés electoralista y la venganza personal hacen que los instintos del ex presidente se inclinen por la ambivalencia más imprevisible

En segundo lugar, en términos de política interna en el Partido Republicano, el asunto debería estar claro en lo tocante al apoyo a Israel. Salvo que Trump también sabe la relevancia del voto árabe-americano en determinados estados. Y además odia a Benjamin Netanyahu desde que el primer ministro israelí tuvo la temeridad de felicitar a Biden tras su victoria electoral. "Hijo de puta" es la lindeza con la que reaccionó el magnate de Nueva York, pública y reiteradamente. En otras palabras, el interés electoralista y la venganza personal hacen que los instintos del ex presidente se inclinen por la ambivalencia más imprevisible. 

Además, la composición interna del Partido Republicano se ha ido inclinando progresivamente hacia el sector trumpista. El problema no es solo que estos agentes se inclinen por la obediencia ciega hacia el ex presidente sino que se trata de un sector radicalmente aislacionista y que pretende retirar a EEUU de la escenario internacional en general y en particular del europeo - inclusive Oriente Próximo y Ucrania. Buena parte de los frenos institucionales, fuera y dentro del propio Partido Republicano, que estaban presentes durante y condicionaron el primer mandato de Trump, están hoy ausentes – obsérvense, por ejemplo, los serios problemas que ha tenido Biden para pasar el último paquete de ayuda a Ucrania e Israel en la Cámara de Representantes. Finalmente ha sido posible gracias al speaker republicano, Mike Johnson.

En conclusión, en los próximos meses veremos cómo un candidato intelectualmente inepto y temperamentalmente venal influye de forma determinante en cuestiones de política global que pueden generar en un conflicto bélico a gran escala – o en varios, si uno incluye los eventos en Ucrania. Pero, también es perfectamente posible que ese candidato alcance de nuevo la Presidencia. Si su legado ya fue crucial cuando estaba sometido a serios controles institucionales, ¿qué no podrá hacer ahora, libre de ellos? La perspectiva, como mínimo, es terrorífica. 


David Sarias Rodríguez es profesor de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la Universidad Rey Juan Carlos.