Casi nos creemos que la fontanera Leire Díez fue un sueño, ahora que todo son pesadillas por el calor, la digestión o el fanatismo. España arde como unas caballerizas reales, como una diligencia, como una platea, por su historia, por sus caminos, por su odio. Y diría uno que los que más se alegran de los incendios de la piedra, los bosques o las multitudes no son los pirómanos de Vox ni los pirómanos de pedernal, sino el sanchismo, que nos ha colocado agosto delante como espectáculo terrible, hipnótico y onírico, como si ardiera un acuario. El otro día hasta nos sobrevolaron restos de un cohete chino, dejando en el cielo rasgaduras de fin del mundo, un fin del mundo que parecía hecho de seda china, caligrafía china, pirotecnia china o dragones chinos (un fin del mundo que podría ser de Huawei: si los apocalipsis son los mejores aliados de Sánchez, el último bien podría venir con patrocinio y ganancias). Sí, arde todo, hasta las olas, que parecen peluquines ardiendo, y casi se nos olvida la fontanera, y Santos Cerdán, y el propio Sánchez, que debe de estar mudando la piel sobre las dunas, como un escorpión.
Leire Díez, por lo que llevamos descubierto, parece ser justo lo que distingue el mangazo de la mafia, que nunca es una cuestión de volumen sino de organización
Nos ha vuelto a salir en los titulares la fontanera Leire Díez, que no era una canción de otro verano, como una mulata de Georgie Dann, sino que es el sanchismo escondiéndose bajo la arena, como el propio Sánchez. Según fuentes fiscales, y como ha publicado este periódico, Leire habría ofrecido a Santos Cerdán como mediador “gubernamental” para ablandar o tentar al fiscal Ignacio Stampa, uno de los que investigan el caso Villarejo. Yo creo que Leire es más importante que Cerdán, es más sanchismo que Cerdán, porque sin ella el exsecretario de organización del PSOE sólo sería un chorizo o un aguililla indistinto, otro que está en la cárcel por asuntos de obras y mordidas, como un concejal de Jesús Gil que coleccionara váteres de jaspe, terrenitos con higueras y testaferros disecados como cebras disecadas. Las mordidas no las ha inventado Cerdán, ni Koldo o Ábalos, que tampoco inventaron las putas ni su traslado en carruajes, como putas del Oeste, del Covent Garden georgiano o de Juvenal. Lo que ya no es lo mismo es que la mordida, tan española como el bocata, se sustente en una estructura de chantajes, amenazas e intereses que implique a todo el Estado, o sea que el gobierno sea sólo la tapadera de una mafia.
Leire Díez, por lo que llevamos descubierto, parece ser justo lo que distingue el mangazo de la mafia, que nunca es una cuestión de volumen sino de organización. Cerdán todavía podría ser ese político manchado de dinero como de yeso, que va entre la obra y la administración dejando su reguerito de carretilla y pringando en el camino a algún arquitecto, algún funcionario, algún chupatintas y algún tieso que andaba por allí de mirón, de aprovechado o de posturitas. Leire Díez, con su fontanería global, con su licencia nacional para extorsionar y para sobornar como la licencia para un estanco (ella tiene algo de estanquera macarra), implicaría otra cosa. Como vamos viendo con cada nueva noticia, la misión de Leire no es del ámbito de las mordidas de su jefe, que es apenas un solar. La misión de Leire es mantener a toda costa, sin limitaciones éticas ni legales, ese poder que permite el resto de negocios, incluido el de Cerdán y demás tropa del Peugeot. Lo que implica el trabajo de Leire es la mafia de Estado.
Leire Díez es lo que media del choriceo al crimen organizado, del político corrupto al matón rompehuesos, de la obrita municipal con maletines al Estado mafioso. Leire es mucho más interesante que Cerdán, por su lugar y por su misión, por lo inesperado y por lo brutal, como una ancianita asesina, como una bibliotecaria asesina que acecha en el cuarto de las fotocopias. Sin Leire sólo tendríamos al político con dinero bajo el colchón y sueños de labriego con quiniela, que es lo que sigue pareciendo Cerdán, que le ha tocado la quiniela de la peña o de la cooperativa. Pero Leire, la ejecutora, la implacable, la que se mancha las manos no de yeso sino de mierda y sangre, apenas tras unos guantes finísimos y despiadados, como de enfermera sádica; la que convence o acojona a empresarios, fiscales y policías, como el esbirro de las películas que pela una manzana mientras amenaza o sólo insinúa; ella es la que convierte una grosería o un mangazo en un verdadero escándalo de podredumbre antidemocrática. Es por su posición pero, sobre todo, por su ámbito, que es todo el Estado, mucho más que aquellos gánsteres que luchaban por controlar sólo un gremio o sólo Brooklyn.
Casi nos olvidamos de Leire, que parece una señora de chiringuito, con las pulseras metidas en el tinto de verano, y se nos pierde en agosto como nuestra sombrilla con la tía, entre otras sombrillas y otras tías, o como nuestro perro en llamas, entre otros perros en llamas, pero que sigue siendo fontanera incluso en verano. Y casi nos olvidamos de Cerdán, al que hemos abandonado un poco en su celda como en el pozo de una mina, en su iconografía de corrupto indistinguible y caído, con sus migas de dinero, cemento y pan duro en la pechera. Casi nos olvidamos también de Sánchez, que se esconde en la arena, que ha anidado en agosto igual que una tortuga, mientras arde España por sus pueblos y sus instituciones como si ardiera su viejo Peugeot, o mientras arde él mismo como en su museo de cera de crímenes (Vincent Price). Sí, Sánchez, porque la misión de Leire (no se les vaya a olvidar entre los resoles, las cenizas y las siestas con pesadilla como con mosca) era mantener ese poder que hacía posibles los negocios, o sea mantener a Sánchez. Ya, si Sánchez andaba ahí de jefe, de primo, de mirón, de aprovechado o de posturitas es lo que nos queda por saber.
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