Al principio creíamos que era maquillaje, que querían convertir a Sánchez en viuda gótica, con algo de zombi de barraca, electroduende o Miguel Bosé, tras la traición y la decepción de Santos Cerdán. Pero no era una máscara, sino que Sánchez se había ido convirtiendo en máscara. El caso Koldo, con las apariciones como en calzoncillo de Ábalos y su vodevil de putas de furgoneta, pisito y enchufe, añadía a Cerdán, otra mano derecha de Sánchez. De aquel Peugeot sólo faltaba el presidente, el único santo del lugar, como un san Cristóbal de salpicadero ahora con faz de Santa Muerte.
La máscara de Sánchez le dio poderes o nombre de dibujito y The Times lo llamaba “Don Teflón”, como al mafioso John Gotti. Sin embargo, nuestros corruptos se parecían a los de siempre y nuestras señoritas también (la Jesi era esa princesa del cuento español con político de servilletón). Hasta que apareció Leire Díez, la fontanera con pistolas, con pinta de estanquera pero licencia para matar. Según su compinche Dolset, Sánchez había ordenado “limpiar sin límite” y ahí entraba Leire con mocho y lanzallamas. Aquello ya no se parecía al pelotazo castizo sino a la mafia con pez muerto en el chaleco.
Con Sánchez usando el Estado sólo como búnker o pulmón de acero, empezó a fallar todo. Los trenes se paraban por el campo como bueyes, se nos fundieron los plomos del país y se nos quemaba el monte como un tapetillo
Con Sánchez usando el Estado sólo como búnker o pulmón de acero, empezó a fallar todo. Los trenes se paraban por el campo como bueyes, se nos fundieron los plomos del país y se nos quemaba el monte como un tapetillo. No ya por no tener presupuestos, ni a Puigdemont, sino porque el sanchismo sólo vivía para sí mismo, el país entero se detenía igual que una noria. Sólo funcionaba la polarización, y aunque no pintábamos nada en el mundo pirata de Trump, Sánchez quiso salvar Gaza tirando ciclistas y capitaneando una Eurovisión y unas flotillas solidarias o sólo piscineras. Si no, siempre quedaba Mazón, ese hombre perdido en una sobremesa como Pulgarcito en el bosque. Y Franco como un duro antiguo. Sánchez no gobernaba, sólo resistía.
Cerdán era el centro de todo, en él confluían las mordidas, Leire y los visitadores de la Moncloa. Continuaba lo de Begoña, y lo del hermano lírico, desnudo con chistera, y se investigaba al PSOE entre festivas y ferruginosas chistorras. Entonces, el fiscal general, Álvaro García Ortiz, vestido de canastilla, fue juzgado y condenado por el Supremo, a pesar del veredicto de inocencia emitido por Sánchez y del juicio a lo Belén Esteban, entre golpes de pecho y corazonadas con empanados, de las terminales gubernamentales. Era una condena al sanchismo, a su jerarquía confundida con el Estado, y aunque el Gobierno se contenía, sus arrimados hablaban de golpe judicial.
Luego, la fontanera, que parecía que sólo manejaba desatascador y cuajarones, fue detenida junto con el expresidente de la SEPI, Vicente Fernández, por amaño de obra pública. La policía registraba ministerios igual que chabolas, volvían los rescates y la trama internacional (Venezuela, China, Marruecos...) con Zapatero en los papeles y los montes como un maquis. Pero no era la corrupción, sino el caso Salazar, baboso de bragueta voladora, y el #Metoo que inició, lo que más daño hacía. A Sánchez, acorralado y cadavérico, ya no lo ven igual ni sus adoratrices, pero resiste. Sólo queda de él la máscara, aunque ya no le proporciona un disfraz sino la propia vida, como a un buzo o a Darth Vader.
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