Hoy en Cataluña reflexionamos. Y no somos pocos porque la demoscopia prevé que el 80% de los 5.554.394 llamados a votar introduciremos nuestra papeleta en una urna mañana jueves. Un récord nunca visto y que debe servir para reflexionar a partir del 22-D.

Ya no habrá mayorías silenciosas que valgan para justificar según qué discursos ni de los unos ni de los otros. Habrá que aceptar el resultado y tomar medidas en consecuencia. Nadie puede negar que existe un problema. Quizá ya llegó el momento de abordarlo seriamente.

La gran pregunta que asalta a muchos es quién sumará y para hacer qué. Porque sume lo que sume el problema principal no se resolverá de un día para otro. Lo único seguro es que una inmensa mayoría de catalanes, los que voten a ERC, JxCAT, CUP i CeCP (comunes) defienden la celebración de un referéndum pactado con el Estado sobre el futuro de Cataluña. Y dentro de esa gran mayoría, muchos, más de dos millones, además no se sienten cómodos y no quieren mantener ninguna relación administrativa con España. Y ese sentimiento no apareció como un boletus diez días después de un chubasco.

Habrá que aceptar que los catalanes no pueden ser tratados igual que los murcianos, los manchegos o los riojanos

La desafección, como la bautizó el presidente Montilla (socialista y de Iznájar), allá por el año 2000, ha ido acumulando un poso espeso desde hace casi tres décadas. ¿Todo ha sido por el discurso hipnotizador de las escuelas y la televisión pública de Cataluña? ¿De verdad vamos a mantener el debate en esos parámetros?

Muchos de los ciudadanos de esta parte del Estado, nacidos aquí, recién llegados y enraizados en los años 60 y 70 están cansados. Muy cansados. Y motivos no faltan. Ya escribí aquí que los agravios económicos, de infraestructuras y de servicios no eran la única causa de esa desafección.

(¡También los hay que se sienten maravillosamente españoles! Cierto. Mañana por la noche sabremos cuantos. Pero incluso ellos demandan algún gesto al Estado. No todo puede seguir igual).

Habrá que aceptar que los catalanes, todos, no pueden ser tratados igual que los murcianos, los manchegos o los riojanos. No somos mejores que nadie, pero junto con los vascos y los gallegos contamos con una cultura propia y diferencial que no puede ser administrada sin el más mínimo decoro ni respeto institucional.

Me divierte soberanamente oír hablar de la reforma de la Constitución sin una sola concreción sobre en qué iba a cambiar nuestra vida cotidiana. Ningún líder o lideresa se atreve a hablar claro sobre las consecuencias de dichas modificaciones de la llamada Carta Magna ni las traduce a un lenguaje vulgar y ameno para que todos entendamos de qué va la película. Parece claro que no hay formación política estatal que tenga una oferta realista y con futuro por concretar.

Todos se miran de reojo y ninguno quiere aceptar la diferencia. Y hasta que esa diferencia no sea admitida, concretada, plasmada y percibida en Cataluña el “problema catalán” seguirá enquistado. Gobierne quien gobierne. Suerte a todo el mundo.