Se trata de tener un presidente zombi, o mimo, o Pato Lucas, o preso de Chaplin, un presidente rueda pinchada o petardo o falla mal ardidos o bien mojados. Un presidente que no pueda ser presidente, en fin, en un parlamento que no es un parlamento, sino la capilla privada del independentismo, que se abre y se cierra con ese llavín de la urgencia piadosa o la vergüenza del pecado, según amanezcan esas mañanas de los dueños de las cosas.

Perdida la institucionalidad de las instituciones, convertido el presidente de un parlamento, Torrent, en palafrenero de una ideología; sacrificada la seriedad, la formalidad y la encomienda de los cargos públicos para conseguir una buena biografía de santos magullados y héroes con la cabellera arrancada de casa (que es lo que parecía Turull); dado todo esto, lo que queda es esa sensación de tongo pomposo y de estafa de pitonisa con zodiaco de tiza que ha tenido el pleno de investidura o de no investidura.

Presentar un presidente ya desplumado, ya salpimentado para un martirologio de pavo de Nochebuena más pueril que arrojado, era el propósito de esta convocatoria que tenía la prisa de los niños. Turull  no dijo en su discurso nada muy comprometedor, aunque la “legitimidad” del pueblo, los coros del 1-O y la rebeldía ante la ley (“no vamos a agachar la cabeza ante las amenazas”) sonaban entre líneas o entre dientes. Pero todo este paripé únicamente para llegar al Supremo como tenor de Jesucristo Superstar demuestra que él forma parte de ese procés que no se ha parado, que sigue girando en su noria molinera con rencor y paciencia, como el Conan jovencito de la película, con la intención de buscar el conflicto y no la vuelta a la legalidad.

Lo que queda es esa sensación de tongo pomposo y de estafa de pitonisa que ha tenido el pleno de investidura

La CUP le estropeó la fantasía con su anunciada abstención a un convergente del academicismo pujolista, esa casta casi florentina. Turull no va a llegar al Supremo como ariete con cabeza caprina de una legitimidad contra otra. Sin embargo, ver cómo se ha movido todo el aparato independentista, cómo se ha girado igual que la cerradura de una cueva de Alí Babá para solemnizar este bingo con lentejas, esto ya nos dice que existe ese aparato y que sus fines no han cambiado. Sólo quita un arlequín o un ahorcado o un lánguido gondolero huido para poner otro y seguir llorando la sangre o sangrando las lágrimas en circuito cerrado, como una pianola sentimental.

Fuera por el revés de la CUP o por la inutilidad de su sacrificio (todo heroísmo termina planteándose la estupidez de su valentía), Turull leyó su discurso de una manera lejana, ajena, ida. Recordó a los presos y habló de paz, honestidad o esperanza con palabras de anuncio de Coca-Cola pero tono de lista de la compra. Ni lo aplaudían, como si el héroe pasara directamente de vestirse de samurái a su funeral de funcionario. Da la impresión de que esta estrategia del cabezazo contra el muro les desgasta, que no hay disciplina catalanista ni japonesa que soporte esta guerra de muñecos de trapo contra el imperio de la ley, en la que no tienen más apoyos que su propia melancolía. Llamar a la ley, a los tribunales, “factores externos”, como hizo Turull, sonaba a dar cuerda de nuevo al gran reloj de columna de su soledad de castillo. Pidió diálogo como el que negocia con el verdugo.

Su intención de muerto le funcionaba, pero aquello no terminaba en frenesí, sino en figura cerera de finado, ya en su cuadro de presidente difunto, en la orla de su muerte inútil, sin gloria, sólo con su marco de madera de cama, tan vulgar. Hasta Torrent acentuaba su cara de solado herido en una película, de los que al final mueren enamorados de la enfermera, también inútilmente. La inutilidad es lo peor de morirse, incluso con tanto público y tanta piedad.

El independentismo no resetea el destino o la maldición, y sigue acumulando locura y detritus sin poder salir de su trampa mental

Inés Arrimadas, que llegó como a despertarnos con una campanilla, le dijo a Turull lo que él seguramente se había llevado todo el día diciéndose, mientras se vestía de fusilado: “Usted no está aquí para ser presidente de la Generalitat. Nadie pretende que sea presidente, ni su grupo”. Y le sacó viejos carteles de su partido que hablaban de la España subsidiada frente a la Cataluña productiva, para hacer ridícula su llamada a la concordia, pronunciada en un español de guiri disfrazado de cantaor. “Usted no puede ser la solución porque forma parte del problema”, le seguía diciendo Arrimadas a un Turull que parecía que sólo había ido allí a llevar una lanza, como se dice en teatro, y se la había clavado al sentarse.

Sabrià, de ERC, sí mencionó el espíritu colectivo del 1-O. Quizá por ir sólo de vecino en el entierro, le quedó un discurso con más satisfacción y república. Pero hasta su tono reflejaba que saben que no pueden ir más allá de ese mármol verbal. Iceta, que no entendía, como nadie, adónde iba todo aquello, señaló la contradicción de buscar el apoyo de la CUP a la vez que se amaga con una propuesta autonomista ambigua y vergonzante. El independentismo ya no sabe cómo manejar su propia tibieza, su propia indefinición, su propio mito o su propio miedo de condenado ante el frío verdadero, nítido, de la inevitabilidad.

El Parlament parecía ese salón de El ángel extreminador de Buñuel. Pero el independentismo no resetea el destino o la maldición, y sigue acumulando locura y detritus sin poder salir de su trampa mental. Quizá no es táctica, ni agonía. Quizá se trata sólo de que no acabe el sueño. Ya no hay siquiera entusiasmo en ese sueño, pero no queda otra cosa. Los presidentes que no pueden ser presidentes, los sueños que no pueden dejar de ser sueños. Morir soñando si hace falta. Esa mentalidad de muerto en vida que quiere enterrar a Cataluña. Y para nada.