Los primeros pasos marcan impronta en el comportamiento de los seres vivos. Me lo dijo una bióloga conocedora de la teoría de los gansos de Konrad Lorenz. Probablemente por haber aprendido en mis comienzos que “…hablar pocas veces de la profesión militar…” es una de las “pruebas de gran desidia e ineptitud para la carrera de las armas” a decir de las Reales Ordenanzas, me empeño en escribir sobre ella, esta vez para ver que encaje tiene en el entramado de la Administración hoy.

La esencia de la milicia cambió poco con los siglos porque se basa en principios simples de fácil comprensión tanto para quienes la ejercen como para quienes la observan, y también porque tiene una finalidad nítida: servir a la comunidad hasta dar la vida por ella. Y cuando se trata de dar la vida, el comportamiento de la persona trasciende al ejercicio del cargo, se convierte en algo presente en todo, no solamente en lo que se hace y se dice. Así que, por encima de todo, militar se es.

El comportamiento del militar es el resultado de una formación inicial que proporciona conocimiento y refuerza voluntades, una educación que establece el sustento racional para actuar bien y una tradición que da unidad en el tiempo y visibilidad al conjunto. En el fondo: conocimiento, saber hacer y ejemplo; elementos que cuando están presentes en todos los miembros de una organización la convierten en Institución. Porque las personas encarnan instituciones y los militares hacen con su comportamiento que las Fuerzas Armadas sean institución.

El comportamiento de una persona trasciende al cargo que ocupa. Por eso, militar se es.

Además de señas de identidad, una institución necesita un sustento material que atienda a sus miembros, les proporcione infraestructura donde asentarse, equipamiento para desarrollar su tarea y normas que, además de dar unidad en el proceder, proyecte una imagen uniforme para identificarla en la sociedad. Dar ese soporte es la tarea de la administración que, en el caso de la militar, es una parcela indefinida formalmente desde la aprobación de la Constitución en 1978, cuyo vacío nominal se llenó con tal profusión de normas que, aunque desarrolladas como marca Administraciones Públicas, produce frecuentemente indeterminación en su aplicación.

Por otro lado, el profuso aumento de organismos en todas las administraciones públicas produjo redundancias que hicieron que muchos requirieran poco esfuerzo para administrar recursos humanos, materiales y económicos, que es lo suyo, y por contra, se arrogasen la gestión de intangibles que, por su transversalidad, forman parte de las instituciones. Esta tendencia a salirse del plato, además de costosa, crea una incomprensible mezcolanza entre institución y administración y, lo que es peor, facilita que se inviertan los términos de su importancia, esto es, que la administración se anteponga a la institución para decir lo que debe ser, y no al contrario. Algo así como si el furriel dijera al comandante lo que debe mandar o el contable ordenase al empresario en qué debe invertir.

Sin tener la menor duda de que la cadena de mando de la milicia pasa por el presidente del Gobierno y el ministro de Defensa, la tendencia general a mezclar o invertir prioridades entre institución y administración rompe la sencillez con que se rige la jerarquía militar, donde hay que saber quién manda y a quien se manda, y complica la gestión de los recursos que debe ajustarse a normas más allá de la administración militar. Por demás, la indefinición en la interpretación de lo que corresponde a la institución y lo que es imputable a su Administración propicia que se quieran aplicar ordenanzas militares para administrar o hacer cumplir normas administrativas para combatir. Mala cosa, ambas.

Ya Platón agrupó a soldados y administradores y juntó a pensadores con orantes

En este orden de cosas, debo reconocer que la experiencia de estas décadas en la Defensa es que, si para las operaciones militares siempre hubo Jefes de Estado Mayor capaces de traducir decisiones políticas en órdenes militares y ofertar opciones políticas a partir de capacidades militares, para la administración existieron servidores públicos, tanto civiles como militares, que tradujeron orientaciones políticas en disposiciones administrativas y diseñaron actuaciones políticas a partir de los recursos disponibles. Nada nuevo descubro, al fin y al cabo ya Platón, al clasificar a los ciudadanos, puso a soldados y administradores juntos y agrupó a pensadores con orantes y a creadores con trabajadores.

Sin embargo el buen hacer y la prudencia con que técnicos de la Administración Civil del Estado y miembros de las Fuerzas Armadas asumen cotidiana e indistintamente tareas en la administración militar permite clarificar trabajosamente la indefinición. La experiencia de unos y otros en tareas comunes y el conocimiento personal mutuo minimizan los riesgos de equivocarse en la gestión administrativa pero no los hacen desaparecer. Es una condición sine qua non, pero no suficiente. Más que acertar, no equivocarse suele dar la victoria. Por eso, aunque fuera en tiempos de menor mudanza, valdría la pena acometer la poda de la mucha hojarasca legislativa existente para clarificar indefiniciones y evitar redundancias para dejar ver el tronco, la esencia de lo que es la Institución y su administración.

Javier Pery Paredes es almirante