Cuando C. tenía 18 años quería ser enfermera y azafata de vuelo. Le gustaba ayudar a las personas y soñaba con viajar por el mundo. Despertó bruscamente al verse comprometida con su primo, ante la inminente salida del país de sus padres y hermanos.

Una decisión familiar que no era necesariamente peor que marcharse con ellos “siendo soltera”. Así que hizo lo que debía hacer. Tenía 19 cuando se celebró la boda. No estaba enamorada ni sabía con qué clase de hombre se había desposado. Tampoco que él saldría del país, de inmediato, para buscarse la vida. Que no la llevaría con ella. Que tendría que vivir bajo el ordeno, silencio y mando de la madre de él. Que la sometería a vejaciones a partir de entonces.

Tenía 19 cuando se celebró la boda. No estaba enamorada ni sabía con qué clase de hombre se había desposado"

“Mi marido se portó mal, 15 años. Mi suegra también” declara C. “Tengo dos”. Se refiere a sus hijos. Nacieron y se criaron en la casa paterna. Para ella fueron los peores años. Hasta que un día dijo basta y abandonó el país junto a sus niños. “Sabía que en España podría ser más libre. Mi marido, mis hijos y yo, comenzamos a vivir en una ciudad pequeña. Lo primero que hice fue apuntarme a clases de español. ¡Me hacía tanta ilusión! Es que me gusta mucho estudiar y quería aprender el idioma para trabajar. No pude. Cuando se enteró, me impidió salir. No me dejaba trabajar, no me dejaba estudiar, no podía acercarme a nadie. Quería que volviéramos a nuestro país”, lamenta.

Como los recursos económicos de la familia eran mínimos, los servicios sociales les prestaban ayuda. La trabajadora social se interesaba por ellos y les hacía las visitas oportunas. Pero su interés fue aumentando en la medida que se iba percatando de que algo no iba bien. “Empezó a realizar visitas con frecuencia y se quedaba más tiempo. Siempre que se dirigía a C., el marido trataba de impedir la conversación. No tardó mucho en comprobar que lo que allí ocurría era más que irregular.

Cuando C. terminó por denunciar llevaba tres años en España, pero no hablaba el idioma

C. llegó a la Casa de Acogida para Mujeres Víctimas de Violencia de Género -un espacio seguro donde se recibe alojamiento, protección y manutención para mujeres e hijos- desubicada, con un cuadro ansioso-depresivo muy claro y sin comprender muy bien dónde estaba, lo que agravaba aún más su situación emocional. Llevaba tres años en España, pero no hablaba el idioma. Eso dificultaba todo, pero no impedía que C. fuera percibiendo que nosotras hacíamos lo posible por entenderla y porque ella nos
entendiera a nosotras. Poco a poco, nos fue depositando su confianza”, recuerda la directora de la Casa de Acogida.

“Venía de un maltrato continuado y creímos necesario comenzar una intervención psicológica de manera inmediata. Con esta, mejoró espectacularmente, comenzó a superar con creces su situación y aprendió a gestionar su vida desde una perspectiva en la que ella tomaba las decisiones. También aprendió habilidades para ofrecer pautas a sus hijos, es decir, saber imponerse y no dejar que la manejaran, ya que al pertenecer a una cultura en la que el hombre es la figura de autoridad, ella no sabía cómo
interaccionar, en un plano de igualdad, con sus propios hijos”.

“Es increíble lo que puso de su parte. Empezó a manejar hábilmente el idioma al poco tiempo de estar aquí, gracias a un curso de Español para extranjeros de Cáritas. Seguía cada una de las pautas que se la psicóloga le iba sugiriendo y hacía lo posible para conseguir sus metas, con tal empeño, que las fue superando, una por una. Evolucionó de tal manera, que la psicóloga tomó la decisión de terminar con la terapia”, afirma con admiración.

C. ansiaba trabajar, ser independiente, mantener a sus hijos, vivir en su propia casa. “Recuerdo nítidamente la llamada de las compañeras de la Casa de Acogida: G, te queremos contar algo. Una de las mujeres que están en la Casa, es alucinante cómo la mantiene, está como los chorros del oro, nadie ha visto nada igual. ¿No tendrás algo de limpieza para ella? Necesita trabajar. Pero yo no tenía nada en ese momento. Poco después, un técnico del Programa Incorpora de “la Caixa”, con el que colaboramos, me
pidió que realizara entrevistas laborales, simuladas, para que personas en riesgo de exclusión social se vieran en la situación y les sirviera de entrenamiento. De entre las candidatas, una captó especialmente mi atención por la grata sensación que me causó. Exquisitamente educada, seria, instruida ¡y tan guapa! Quiso comunicarse conmigo con el poquito español que había empezado a estudiar ¡y la verdad es que nos entendimos perfectamente!”, celebra. Antes de terminar la entrevista, me preguntó: ¿Qué les digo cuando me pregunten por qué no he trabajado nunca? La verdad. Que querías trabajar, pero te lo habían prohibido. Que ahora eres libre y quieres ganarte la vida por ti misma, le dije”.

Esa candidata era C. No mucho tiempo después, una trabajadora de limpieza de un servicio de Clece gestionado por G, tuvo que solicitar una baja. C. la sustituyó. Su trabajo fue más que impecable. Lo que le costó fue comprender que tenía compañeros varones y que estos la trataban de igual a igual y hasta le gastaban bromas. También hubo de luchar contra el miedo que sentía al andar sola por la calle. “¡Pero ahora es lo que más me gusta!” apunta entre risas. “Pasear sola, trabajar, tomar café con amigas ¡me gusta mucho!”, recalca. Corazón y Manos, una asociación sin ánimo de lucro creada por empleados de Clece para ayudar a otros compañeros que atraviesen situaciones complicadas, ayudó a C. con el alquiler de su vivienda durante los primeros meses.

Cuando G. vio la ocasión, C. accedió a su propio puesto de limpieza. Para celebrarlo, agasajó a sus sorprendidos compañeros, a las profesionales de la Casa de Acogida, y a su jefa, con unas exquisiteces culinarias tales, que le sirvieron de pasaporte para aterrizar en su segunda casa: un prestigioso bar de tapas de la ciudad donde cocina un plato internacional con gran éxito. Al poco la llamaron de otro bar. Resulta que también hace una tortilla de patata que atrae a media ciudad. Pero ahora gestiona su tiempo de trabajo de manera que le permita conciliar: atender, educar, jugar, estar bien con su hijos y sus hijos con ella.

“La Casa de Acogida es imprescindible, pero, aunque se hace todo lo posible y más, y a veces se consigue, no resuelve el acceso al empleo. Cualquier persona tiene difícil alcanzar una estabilidad, pero para una mujer víctima de violencia de género, sin estudios, inmigrante, que ha estado sometida a su pareja durante tantos años lo es aún más. Para C., el trabajo ha sido providencial, ahora dirige su propia vida”, manifiesta la educadora social. “¿Qué pasaría? Pues, si no existieran las Casas de Acogida, imaginamos dos escenarios posibles: que estas mujeres se vieran condenadas a vivir en la calle y separadas de sus hijos, que pasarían a ser tutelados por el Estado, o que volviesen con el agresor para tener un techo y mantenerse junto a los niños”, sentencia.

C. ha perdido el miedo y recuperado las ganas de vivir, la sonrisa, la alegría. “Estoy muy agradecida a la gente de España. Aquí hay derechos para las mujeres. Sigo luchando para conseguir viajar a Francia para que mis hijos conozcan a sus abuelos, porque ahora no es posible. Gracias a todos los que me habéis ayudado”.