Fue un verano de 1996, sin más ajuar que una triste bolsa de plástico con el rostro del ‘cowboy’ de Marlboro. Yo era aquel niño de apenas diez años. Era mi primer viaje a España. Mis primeras vacaciones en ‘paz’, lejos de los campamentos de refugiados saharauis en el desierto argelino, donde nací y pasé gran parte de mi infancia.
Un cuarto de siglo después vuelvo a retomar aquella experiencia, pero a través de la mirada de los niños saharauis, que al igual que fui yo, acaban de pisar suelo español por vez primera. Cuando todo empieza y, sin embargo, todo acaba. Y antes de finalizar el curso escolar, tu imaginación se la entregas ya a Peter Pan.
Y te emocionas, te desvelas, hablas solo, pierdes el apetito, te despides de tu cabrito, e intentas empujar a la fuerza las manecillas de tu reloj mental
Los preparativos nunca terminan, a pesar de que sabes perfectamente que eres ligero de equipaje, pero la carga emocional es enorme: tus primos, tus vecinos, los otros primos… ya tuvieron su ‘bautizo’, y todo el mundo habla bien de aquel país de Nunca Jamás. Y te emocionas, te desvelas, hablas solo, pierdes el apetito, te despides de tu cabrito, e intentas empujar a la fuerza las manecillas de tu reloj mental (porque en tu jaima no las hay).
Y llega el día. Y sigues soñando. Y te entristece despedirte de tus seres queridos, y sobre todo de tu abuela (que casi siempre se opone a ese tipo de viaje). Y la tristeza se agudiza. Pero el ruido del claxon de aquel destartalado camión impacienta a la familia, y en un santiamén estás en el descapotable remolque con tus pequeños compañeros de viaje. Del Viaje.
"Cuídate hijo y no te separes..."
Y lo último que ves y escuchas es a tu madre: “Cuídate hijo, y no te separes ni de tu amigo, ni de tu primo, ni de tu vecina”. Y se corta entre tu madre y tú ese cordón umbilical imaginario, y te das cuenta de que es la primera vez que la despides. Y ella se percata de que acaba de despedir a su hijo. Y te quedas sin voz, y sin protección. Y ella se seca las lágrimas y se resigna al consuelo colectivo de las otras madres. Y cierras los ojos; y arranca el camión hacia esas vacaciones en paz, un proyecto noble, solidario y humano que dio sus primeras andaduras desde que comenzó el conflicto saharaui a finales de los años setenta. Una iniciativa que pretende que los chavales saharauis huyan unos meses del exilio y la guerra, y puedan disfrutar de una infancia más agradable.
Hasta que se pare el camión, te apeas, y los corrillos durante la espera en el aeropuerto alivian ese pellizco de la maldita realidad
Y de aquella escena lúgubre de despedida pasas a ser testigo de un desagradable ruido, un sol de justicia y un inclemente polvo seco del desierto que te acompaña a lomo de aquel camión. Y mientras tanto, tú, que en las últimas semanas has agotado la pequeña cisterna de agua de las veces que te has duchado, vas vestido como un dandi, con la intención de impresionar a tus futuros anfitriones, se te pasa el viaje echando ya de menos a tu madre. Y, paulatinamente, vas asimilando la dureza emocional de esta travesía, y se desinfla la ilusión, y se agranda tu miedo, tu inseguridad y tu tristeza. Hasta que se pare el camión, te apeas, y los corrillos durante la espera en el aeropuerto alivian ese pellizco de la maldita realidad.
Una de las primeras cosas que notas desde que sales de los campamentos de refugiados saharauis camino al aeropuerto, es que los neumáticos del vehículo tienen menos ruido. Hay más suavidad. Estás pisando asfalto, y no el pedregoso terreno del desierto. Ya vislumbras la ciudad argelina de Tinduf.
Por alguna razón, si es que la hay, siempre se espera en el aeropuerto de Tinduf. Jamás se vuela en la hora prevista. E incluso te entran dudas de si habrá viaje. Pero siempre habrá viaje, eso sí, de noche, rozando ya la madrugada. Tediosa madrugada. Mientras tanto, el agua (en cantimploras cubiertas y remojadas) se ha calentado, y aborreces el tentempié a base de insípidas galletas. Pero el cuerpo sigue aguantando la presión.
Acabas de descubrir, manso y dócil, el vientre de los aparatos voladores que algunas noches viste surcar en el cielo del desierto desde tu jaima
Y sintiendo que es un siglo y medio después, te ves metido en un túnel blanco y lleno de sillas que están a la par de tu altura. Acabas de descubrir, manso y dócil, el vientre de los aparatos voladores que algunas noches viste surcar en el cielo del desierto desde tu jaima.
Y te desagrada el cansino ruido del avión, te sube el estómago a la cabeza y te das cuenta que la treavesía aún no ha terminado. Te asomas por la ventanilla asombrado por los destellos de la luz. En ese momento, Las Vegas es una linterna en comparación con Tinduf ‘City’. Jamás has visto tantas luces de neón juntas, y desde lo más alto.
Te traiciona tanto cansancio y fatiga, llevas más de 12 ó 14 horas sin descansar, con los nervios a flor de piel. Y un brusco frenado, te hace dar un pequeño brinco en la enorme silla que durante unas horas te sirvió de lecho. Acabas de aterrizar en territorio europeo. Vuelves a mirar por la ventanilla, y no distingues absolutamente nada.
Un mundo diferente: Ni dunas ni jaimas
No hay absolutamente nada que te sea familiar. Nada. Todo es diferente a tu mundo. En este nuevo mundo no tienen dunas, no tienen jaimas, no tienen camellos. Y aquel pellizco que dejaste en el aeropuerto de Tinduf, se asoma de nuevo. Y empiezan las incertidumbres, la angustia y las ganas de no bajarse del avión.
Si te impresionó el aeropuerto de Tinduf, ahora el asombro es inimaginable
Has viajado de noche, y no sabes cómo, sigue siendo también de noche. Sin embargo, es una noche diferente a la que estabas habituado: demasiadas luces, demasiados cristales, demasiada pulcritud y demasiado ruido. Y ausencia de luna y de estrellas.
En fila india bajas del aparato, y te montas en un autobús de puertas automáticas y con cero ruidos, y te encaminan hacia la sala de recepción. Y se abren las enormes puertas de cristal, y te espabila una suave brisa del aire acondicionado. Eso sí, sin polvo ni calima.
Si te impresionó el aeropuerto de Tinduf, ahora el asombro es inimaginable. Te ves metido en unas salas enormes llenas de voluntarios blancos, donde son mayoría, ya que estabas acostumbrado a verlos, pero en pequeños grupos de visitantes por el desierto del Sáhara. Curioso, empiezas a explorar el nuevo escenario. Entras a los baños, y ves por primera vez un secador de manos. Repites hasta la saciedad el amago de salir y entrar frente a las puertas automáticas, y no sabes quién demonio las abre y las cierra. Suplicas a las máquinas expendedoras ser solidarias, y compartir contigo unas chocolatinas.
Han pasado ya unas cuantas horas desde que saliste de tu jaima en los campamentos de refugiados saharauis, y en menos de 24 horas estás de madrugada en un aeropuerto europeo lleno de luces blancas. Al descender del avión no hubo que esperar a recoger las maletas, porque no las había. Solo te acompaña tu bolsa de plástico, y una fortaleza mental que no va a con tu edad de apenas diez años.
Creías ser un galán, listo para causar la mejor impresión ante tus anfitriones, y resulta que tu ropa en ese espacio está descolorida y desteñida, pasada de moda
Y a pesar del cansancio, vuelves a recuperar las fuerzas de no sé dónde, y te sientas sobre un suave suelo de mármol del aeropuerto al que acabas de aterrizar. El trance desagradable del viaje va difuminándose, pero tu mente y tu cuerpo siguen en un estado de tensión. Creías ser un galán, listo para causar la mejor impresión ante tus anfitriones, y resulta que tu ropa en ese espacio está descolorida y desteñida, pasada de moda. Un mero jergón. Tu color de piel y tu olor no encajan exactamente con los parámetros de higiene que te rodean.
A pesar de tu corta edad, esos pensamientos y esas observaciones, te guiñan y pasas a actuar como si tuvieras la mayoría de edad. Te das cuenta que, en este viaje, has madurado, tienes más edad. Es un shock tremendo. Tan brusco, que te das cuenta por primera vez en tu vida, a nivel de tu corto bagaje existencial, de que eres un refugiado. Y que tu mundo, tu particular non plus ultra, que se delimitaba a unas lejanas y diminutas dunas, es mucho más complejo y amplio.
“Hola guapo, ¿cómo te llamas?”
Los valores universales, la solidaridad y el humanismo superan tus miedos. Te sientes a gusto, seguro y feliz
Tu mundo, desde que naciste en aquellos campamentos de refugiados, siempre giraba en torno a un anhelado regreso a tu tierra, el Sáhara Occidental. Una tierra, que tu abuela cada noche, antes de dormir, te recuerda lo bella y hermosa que es.
Pero su relato siempre se tuerce cuando te habla del momento cuando ella y miles de saharauis huyeron a pie para salvaguardarse de la invasión de las tropas marroquíes; y cómo España los abandonó. Y que, por culpa de aquella injusticia, malvivimos en el exilio como refugiados en territorio argelino, lejos de nuestro mar, de nuestras casas y de nuestras inmensas riquezas. Y que, sin embargo, ahora tenemos que depender de la ayuda humanitaria y la solidaridad internacional.
“Hola guapo, ¿cómo te llamas?”, te interrumpe algún voluntario de las asociaciones de amigo del Sahara en el aeropuerto, pero con tanta delicadeza y cortesía, que se pone de cuclillas para hablarte. Y sonríes. Acabas de descubrir, que tal vez, todo lo que has visto te es extraño y ajeno, pero te recurre una sensación de relajación y alegría, de saber que quienes te acaban de recibir te sonríen, te abrazan, te besan, te achuchan, se alegran de verte, y eso sin conocerles o haberles visto antes.
Los valores universales, la solidaridad y el humanismo superan tus miedos. Te sientes a gusto, seguro y feliz. Y se te abre el apetito. Disfrutas de tu primer zumo de naranja, unas dulcísimas magdalenas, y agua potable fresca que desata el angustioso nudo de tu gaznate que lleva ahogándote desde que te despediste de tu madre. Y mientras, entre tanto jolgorio, vuelves a tu minoría de edad.
La espera es más amena y llevadera que la del aeropuerto de Tinduf. El problema surge cuando todos los que te habían acompañado durante este viaje, y que, en gran parte, te han aliviado el cansancio y los pensamientos negativos, van esfumándose poco a poco. Sin darte cuenta, cada vez llaman a uno de ellos y es asignado a otro grupo, e incluso tú también eres llamado y te juntan con otros compañeros, pero esta vez ya no son aquellos vecinos, ni amigos ni primos. Y te acuerdas nuevamente de la frase de tu madre, cuando te aconsejó que no debes separarte de ellos. Y no llegas entender porqué te han ‘alejado’ de ellos.
Y tus amigos del camión tampoco quieren dejarte solo. Y de repente, estás montado en un autobús a otro destino. La travesía aún no ha terminado
Y comienzas otra batalla mental, sin explicación previa. Nadie te había preparado que en cuestión de unas horas toda esta organización te ha desbaratado lo que antes te habías imaginado. Te ves solo y abandonado. Y no quieres separarte de tus amigos del camión. Y tus amigos del camión tampoco quieren dejarte solo. Y de repente, estás montado en un autobús a otro destino. La travesía aún no ha terminado.
Durante el trayecto, tu nuevo compañero –que ya estuvo el año anterior– te explica porqué te han asignado con este grupo; y te das cuenta que vas a una provincia y a una familia solidaria diferente a la de los demás niños. Y caes rendido del cansancio, ya no tienes ni fuerza de preguntarte tantas cosas. Tienes ganas de llorar, porque vale la pena, pero el sueño te vence.
"Y te diriges a tu nueva familia de acogida"
Después de unas cuantas horas –a estas alturas ya has perdido la noción del tiempo– el autobús apaga la marcha, y para. Por inercia, miras por la ventana, y ves a una multitud de personas esperándote. Y al fondo escuchas a alguien que te llama por tu nombre; “Salamu”. Te levantas y, con paso firme, bajas las escalerillas, y te diriges a tu nueva familia de acogida. A tu nuevo hogar solidario. Y aquí comienza ya otra historia.
No estás acostumbrado a ciertos hábitos ni rituales. Andas descalzo sobre el suelo
Como es natural, los primeros días son duros. No conoces a la familia que te acaba de abrazar. No estás acostumbrado a ciertos hábitos ni rituales. Andas descalzo sobre el suelo. Miccionas fuera del inodoro. No entiendes que después de comer, hay un postre; entre muchas otras hilarantes, inocentes e inintencionadas situaciones.
Sin embargo, tu nueva familia te demuestra tanto amor, cariño y solidaridad, que al final comprendes exactamente que hay gente maravillosa, gente que te quiere porque sí, sin más explicación ni detalles. Y tú, de sopetón, olvidas todo, y recuperas el sentido de tu viaje. Y te sumerges en un mundo lleno de hadas. Y por unos meses eres incluso famoso. El pueblo entero se vuelca contigo. Todo San Juan del Puerto (Huelva), te saluda. Eres el nuevo ‘niño’ de Gonzalo y Mari Cruz. Eres el amigo de los amigos -aunque sean mayores- de Rocío, María José y Gonzalo hijo.
Y Rosa que regenta la frutería de la esquina siempre te guarda una mandarina. Fermín, el quiosquero, te regala cada noche, después de jugar en la plaza del pueblo, aquel helado Magnum almendrado. Y Antonio, el joyero, te cuelga un pequeño collar con tu nombre grabado. Y pasan los días, y de repente, en una recepción con las autoridades locales, en una fiesta, surge lo inesperado: te reencuentras con tus compañeros de viaje, tu primo, tu vecina, tu amigo… Y benditos sean: más guapos, más gordos, e incluso, hablan el español mejor que tú. Y os fundís en un abrazo interminable. Y la próxima cita será en la playa o la piscina municipal.
La piel se escarcha, y el vientre se llena de agua salada, pero es una sensación inolvidable para quienes solo han conocido el desierto y la arena
Con los amigos, el reencuentro en la playa es en sí mismo otra experiencia. Puede sonar una fantasía, pero incluso el mar y sus olas se alegran de ver esos extraños visitantes, que por primera vez en su vida, miran con asombro y miedo esa maravilla. Y hasta que no desaparezca el sol, no hay forma de salir del agua. La piel se escarcha, y el vientre se llena de agua salada, pero es una sensación inolvidable para quienes solo han conocido el desierto y la arena.
Y de esta forma, comprendes que todo mereció la pena, y que es cierto todo lo que te habían contado: Realmente son vacaciones en ‘paz’, y por la Paz. Y luego, que llegaste sin saber decir “hola”, ahora te cuesta decir “adiós”.
FIN: (Ojalá esa solidaridad y ese vuelvo con los niños saharauis, también se refleje en una actitud mucho más constructiva a nivel político y administrativo, y que las familias de acogida comprendan también que este es un conflicto político, y que hay que exigir una pronta solución, para que estos chavales tengan el derecho a una infancia feliz en su tierra libre: el Sáhara Occidental).
Salamu Hamudi Bachri (@salamuh) fue un niño de Vacaciones en Paz en 1996. Actualmente es Responsable de Asuntos Políticos en la Delegación Saharaui para España.
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hace 1 año
Precioso y emotivo artículo, que es un canto a la solidaridad entre la sociedad española y el pueblo saharaui, y que nos anima a no desfallecer en esta lucha desigual por defender los derechos de un pueblo ejemplar.
Cuando uno visita los campamentos de Tinduf y comprueba cómo se defiende allí el idioma español,que es considerado lengua oficial, y lo compara con el deseo de Pedro Sánchez de abrir una delegación del Instituto Cervantes en el Sáhara ocupado para apoyar una marroquinidad que no es tal, y se niega a hacerlo en los campamentos, no puede menos que sentir vergüenza e indignación.