No es real pero podría haberlo sido. La nueva película sobre Diana de Gales, titulada Spencer (el apellido de soltera de la princesa) y dirigida por Pablo Larraín (estará en cines la semana que viene) no es un biopic al uso, con una secuencia lineal bien delimitada, sino una interpretación sui generis, fantasmagórica, surrealista, intimista y a ratos magistral de unas vacaciones que Diana pasó con su familia política, los Windsor, también conocidos como la Familia Real de Inglaterra.
Con Sandringham de fondo (el palacio en el condado de Norfolk donde Isabel II siempre pasa las Navidades), Spencer es un relato de cómo Diana de Gales decidió en un largo fin de semana de tres días, diez años después de su boda con el príncipe Carlos, poner fin a una vida que la ahogaba, la vida que la había convertido en una estrella mundial, la mujer más famosa del planeta, pero también la vida que la estaba matando emocionalmente y, al final, literalmente. La película, escrita por Steven Knight, comienza con una advertencia: “Es una fábula de una tragedia verdadera”. Es un buen resumen: nunca sabremos a ciencia cierta lo que pasó de verdad en aquellas Navidades en Sandringham, ni tampoco es el objetivo de la película contárnoslo, sino meterse en la cabeza de la princesa, desvelar sus miedos y frustraciones, su lucha contra la ansiedad y la depresión, su obligación de poner buena cara aunque sabe que su marido ama a otra.
Diana aparece desde el principio como un alma perdida, atormentada, rota y destrozada por dentro, encerrada tras las verjas de un palacio que le sirve de cárcel. “No tengo ni idea de dónde estoy”, dice Diana al principio de la película, cuando se pierde al intentar llegar a Sandringham. Es una frase literal, pero también el resumen perfecto de su vida en ese momento.
Sin embargo, al mismo tiempo que parece todo perdido, Diana también cuenta con una voluntad hercúlea para darle la vuelta a una situación —su matrimonio, su posición como futura reina, su estatus como ídolo de masas— que se ha vuelto insostenible, imposible de mantener por más tiempo.
La película es un tributo a esa mujer que vivió en una jaula de oro. Y también es una muestra del talento interpretativo de Kristen Stewart, la actriz que da vida a la princesa, y que nos regala en esta película un auténtico recital, aunque algo errático. En ocasiones, Stewart se mete en la piel de Diana a un nivel prodigioso: consigue asumir ese aire de vulnerabilidad frágil que tenía Diana, dar salida al torbellino de emociones que llevaba dentro y transmite al mismo tiempo una férrea determinación y una mayestática elegancia. Cualquier otra actriz hubiese hecho una actuación acartonada y llena de clichés, sumamente estereotipada. Stewart, en cambio, aporta un abanico de matices: es capaz de demostrar ternura y ambición, fuerza y fragilidad. El único problema es que hay momentos en la película en que ella también cae en los excesos: su acento en la versión original no siempre está bien conseguido, los manierismos son algo forzados y, en unas cuantas secuencias, presenta a una Diana excesivamente aniñada, como si fuera una Peter Pan que se niega a madurar.
En muchos aspectos, Spencer recuerda mucho a Jackie, la película que también hizo Larraín en 2016 sobre Jackie Kennedy y en donde Natalie Portman ofreció una interpretación extraordinaria. Ambos son films sobre mujeres que viven atrapadas en un supuesto cuento de hadas que, en realidad, es una pesadilla. Las dos son iconos del glamour, adoradas por las masas pero menospreciadas por sus maridos, los cuales aman a otras. Las dos tienen la obligación de convertirse en actrices frente a un público sediento de noticias sobre ellas, de representar una obra, una tragicomedia, para el disfrute de personas anónimas.
En ambas películas, además, no hay una secuencia lineal, sino un conjunto de tramas temporales que se van enlazando y superponiendo y que van contando la historia —o, más bien, dando pistas sobre ella—. Jackie comenzaba a los pocos días del asesinato de su marido, cuando la primera dama recibe en su casa a un periodistas para contarle lo sucedido. A partir de sus declaraciones se van intercalando flashbacks sobre lo ocurrido en Dallas, sobre su estancia en la Casa Blanca, sobre su relación con JFK. En Spencer sucede lo mismo, aunque aquí el ambiente es mucho más opresivo, como si la princesa estuviera en una neblina continua, para expresar lo que había en su cabeza, su estado de ánimo.
Diana y Jackie son dos iconos del glamour, adoradas por las masas pero menospreciadas por sus maridos, que aman a otras
La directora de fotografía, Claire Mathon (conocida por su magistral trabajo en Retrato de una mujer en llamas), consigue recrear ese ambiente mortuorio, casi de color sepia, con un vestuario y una ambientación que nos trasladan rápidamente a los noventa. El director de decoración, Guy Hendrix Dyas, consigue dar forma a esa década en unos interiores de palacio que son testimonio de la historia y la tradición, pero que también están ya desfasados y corroídos. Todo parece indicar la eclipse de la grandeza pasada, el extravagante y decadente colapso de un mundo que está condenado a desaparecer.
En Spencer, además, está muy bien explicado el ambiente opresivo, claramente tóxico, en que Diana vivía. Todos la tratan como una niña malcriada. Todos la vigilan y la espían. Todos piensan que su bulimia es una muestra más de su inestabilidad mental. Carlos aparece como un ser distante, frío, infiel. Diana está sola: cualquiera que sirva de confidente o preste un oído amigo es apartado de inmediato.
Quizás la visión sea exagerada. Diana, al fin y al cabo, también tenía su dosis de defectos y cometió sonados errores. En The Crown la mostraron como alguien que acabó siendo una víctima de su propia grandilocuencia y, probablemente, esa versión fuese más certera. Diana, al fin y al cabo, persiguió y cultivó su propia fama y, en ocasiones, disfrutó inmensamente de ella y la usó como arma arrojadiza contra su familia política. Era un personajes con demasiadas luces y sombras como para presentarla, simplemente, como una mera víctima del sistema.
Ése es, seguramente, el gran defecto de Spencer: reducir a Diana a una sola visión excesivamente edulcorada.
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