En noviembre de 1935 Domingo Evangelio Guaita se fue de casa para hacer el servicio militar. En abril le hablaron de un permiso de verano, de volver en julio a Víllora (Cuenca) y el pidió retrasarlo un poco, irse en agosto porque eran las fiestas de su pueblo y quería aprovechar para pedirle matrimonio a su novia. "Rosa, ¡voy a estar para las fiestas! He cambiado el permiso para ir a ver tus ojitos negros. Me parece que no te voy a ver de tanta gana como tengo de verte, me parece mentira que te veré y que nos hemos de ver juntos para siempre. Me vuelvo loco de pensarlo", le escribió a ella en cuanto se lo concedieron.

Portada de 'Un barbero en la guerra', de María Herreros.

Pero Domingo no volvió aquel verano y no lo hizo durante mucho tiempo. La Guerra Civil estalló unos días antes de su permiso, el 18 de julio de 1936, y él se fue a luchar en el bando republicano. Ha sido su nieta, la ilustradora María Herreros, la que ahora cuenta la historia de su abuelo y de aquel amor que lo mantuvo esperanzado toda la Guerra Civil. Lo hace a través de sus diarios y de las cartas que escribió, y a que a ella le ha entregado su madre tras muchos décadas guardadas, en el libro Un barbero en la guerra que acaba de publicar la editorial Lumen.

En ese diario, Domingo cuenta cómo tras el comienzo de la guerra estuvieron un mes más en Valencia pero que el 15 de agosto de 1936 empezaron su marcha hacia Teruel. Ese viaje ya les mostró todo lo que iban a vivir. Aquí narra a mujeres en cunetas, a niños llorando, padres desesperados, describe el miedo y la angustia en cualquier lugar por el que pasaban y así se lo contó a "su Rosa". "Rosa, espérame. Solo pido que esta pesadilla se acabe pronto. Tener que pasar en estos mundos tantas fatigas en vez de estar juntos y en paz... Paciencia. Ya no te digo nada más porque estaría una semana escribiéndote y no me cansaría. No puedo por más que acordarme de ti y de lo mucho que nos han perjudicado a quien teníamos intenciones de contraer matrimonio y nos han parado nuestra vida... ¡Espérame Rosa!", le suplicó.

Pasaron los meses y las ganas de ver a Rosa aumentaron. Domingo empezó a escribir ya de otra manera, pidiendo más pasión en sus contestaciones. Le dijo que no tenía que tener ni pudor ni miedo. "Háblame de las ansias de tu cuerpo, háblame en si piensas que pronto serán satisfechas. Háblame del amor y de las cosas que en tu imaginación pernoctan y que aún no me dices. ¿Por qué no? ¿Me tienes vergüenza? ¿Crees que voy a pregonar nuestros asuntos? Pues no, Rosa. ¡No! Yo soy el único que ve las cartas y lo guardo todo en una cajita de bronce con cerradura, nadie lo puede abrir. Y cuando salga yo te las diré en el sitio donde se satisfarán nuestros deseos de sexualidad", le pidió a los seis o siete meses de empezar el conflicto.

Cuenta Herreros que no tienen cartas de Rosa salvo alguna contestación donde "se ve claramente que ella era más tímida". "Claro, hablamos de los años treinta, era más cauta, mira que mi abuelo le promete que no va a contar nada pero no tenían esa libertad para expresarse", añade. Tras esos siete meses, Domingo consiguió un permiso y pudo volver a su pueblo durante tres días. Se mantuvo casi escondido en su casa, vio a Rosa pero no más de unos minutos y en secreto. "Fue bastante peligroso ese permiso. El clima era muy hostil", recuerda su nieta.

"Rosa, hoy nadie es feliz, no pueden serlo. Seguro estarás de acuerdo, puesto que es un manto negro el que se está extendiendo por todo el mundo y a todos nos indica una vida de llanto y sufrimiento"

Poco después, en marzo de 1938, las misivas volvieron a cambiar de tono. Parece que la esperanza de Domingo cayó casi en picado, que todo era un poco más difícil y que no veía el fin de su angustia. "Rosa, hoy nadie es feliz, no pueden serlo. Seguro estarás de acuerdo, puesto que es un manto negro el que se está extendiendo por todo el mundo y a todos nos indica una vida de llanto y sufrimiento", le escribió. A los pocos días todo empeoró, le tuvieron que trasladar corriendo a Chiva porque una de las agujas que habían usado para inyectarle el medicamente que le trataba una tuberculosis se le había quedado dentro de la pierna y esta se había infectado. Al llegar al hospital y como no tenían suficientes médicos ni suficiente tiempo hablaron de amputar en vez de curar.

Pero su padre se enteró y no tardó en meterse en el coche junto al tío de Domingo. Se presentó en el hospital con unos puros y unas magdalenas para el médico que trataba a su hijo y no hubo amputación. "Rosa, llegarme tu carta aquí ha sido el mayor ánimo. Me dices que no me muera, pero tú quieres amonestaciones. Pues yo las deseo tanto como vivir 1000 años y después casarnos. Esto es lo que yo deseo con ansia loca. Cuándo querrá dios que llegue ese día tan dichoso. Di que para ti también lo deseas. ¿Cuándo estaremos tranquilos? ¿Cuándo nos reiremos para siempre? Rosa, me llena de gozo cuando pienso en lo bien que lo pasaremos juntitos. En nuestro hogar. ¡Dame el sí!", le escribió Domingo a Rosa desde el hospital.

Donde, cuenta en su diario, ingresó justo enfrente de él uno de los hijos de Niceto Alcalá-Zamora. Estaba grave después de haber intentado salvarle la vida a unos civiles que estaban en un tren en llamas. Cuenta Domingo que fueron a verle "Negrín, la Pasionaria y su hermano". "Los dos hijos de Alcalá-Zamora eran tenientes y el que estaba a punto de morir le dijo al otro: 'Lucha por la República mientras tengas una gota de sangre en tus venas'", recordaría.

"Cuando di en la puerta de casa de mis padres, tardaron un poco en abrirme, hasta que escuché a mi padre decir: '¿Quién es?'. Yo contesté: "Padre, no tema, soy su hijo, Domingo"

Los diarios siguieron mes a mes hasta que por fin la guerra acabó en abril de 1939 y él no tardó en coger el macuto para volver a casa. "Abandonamos nuestros puestos y un alférez me dijo: "¿Se marchan ustedes?". Yo le dije: "Pues sí". Y él: "Pues yo me quedó aquí en esta torreta y de esta pistola que tengo de nueve tiros, ocho serán para los primeros que entren y el último será para mí. ¿De qué nos han servido los treinta meses de guerra? Yo prefiero morir de pie y no vivir de rodillas", contaba en su diario y añadió que mientras emprendía "la marcha por el llano de Sonseca apreció la aviación enemiga" y descargó sus metralletas sobre ellos. "Aquel día 29 murieron unos tres mil hombres indefensos. En uno de aquellos ataques, un chico de Liria y yo nos tiramos a un zarzal. Después de que todo pasara, este chico me sacó de allí a estirones", escribió.

Se salvó de milagro y consiguió llegar a Víllora. "Cuando di en la puerta de casa de mis padres, tardaron un poco en abrirme, hasta que escuché a mi padre decir: '¿Quién es?'. Yo contesté: "Padre, no tema, soy su hijo, Domingo". Fue una alegría para mi padre, mi madre y mis hermanos y, al mismo tiempo, todos con lágrimas en los ojos".

Pero la alegría no duró mucho. A los pocos meses llamaron a las quintas del 36 y del 37, les requerían para terminar el servicio militar que no habían acabado por el estallido de la Guerra Civil. Así que Domingo tuvo que volver a dejar su casa, volver a dejar a Rosa y volver al ejército. "Maldita época, que todavía a mi edad no puedo saber lo que la mujer que quiero piensa a fondo; cuándo querrá Dios que nos dejen tranquilos...", le escribe y le muestra la incongruencia de todo.

"Hay que tener la ilusión de que nos queremos mucho para que no se nos apodere esa tristeza y no se profundice en lo más hondo de nuestros duelo"

"Referente a la foto que me pides pues, te voy a ser claro, con esta ropa de militar no me quiero hacer ninguna hasta que no me lo ordenen preciso. No comprendes que estoy en terreno desconocido y que no me gusta y que yo ya hace tiempo perdí las ilusiones de juventud. Ayer republicano y hoy nacional... Aquí vivo sin fuerzas, sin ilusión y con la mayor parte de mis órganos agarrotados y sin ganas de funcionar. No quisiera entristecerte en mi escritura pero por qué tengo que mentir. No me gusta mentirte, la verdad es triste... Hay que tener la ilusión de que nos queremos mucho para que no se nos apodere esa tristeza y no se profundice en lo más hondo de nuestros duelo", añade en aquella carta, agotado, ya deseando que por fin le dejasen estar en su casa.

Cuando terminó el servicio militar en total había pasado casi cinco años fuera. "Como veis, he estado primero ocho meses de servicio militar, luego treinta meses en la guerra y, después de la guerra, veintidós más. Total, cincuenta meses". Al volver, se casó con Rosa y tuvieron dos hijos, alguna vez algún vecino, e incluso el alcalde, le trató mal por ser "un rojo" y él vivió más solitario que el resto de hombres del pueblo. Como cuenta Herreros, "cuando mi abuelo ya no podía moverse, pasaba muchas horas sentado en el mismo hueco del sofá junto al que le habíamos puesto una foto de mi abuela Rosa. Ella murió cuándo mi madre tenía solo 11 años de cáncer de mama".

Además, recuerda que ya con su abuelo muy mayor la única forma de devolver a la realidad era hablándole o de Víllora o de su abuela. "Se había venido a vivir con nosotros a Valencia y era como si ya todo le diese igual pero venía su foto y le daba besos y se emocionaba. A mi me han hecho llorar mucho las cartas en las que le dice que vivirán una vida larga juntos, hasta viejitos", asegura.

Cartas como esta: "Dios que nos conserve la vida y que cuando nos separe por la muerte de ancianos que quede ante las personas que nos conocen el buen fruto que nuestros corazones han hecho, y que hemos sido los dos los mejores unidos en la vida, y que siempre tengan que decir bueno y mucho en el resto del mundo y hasta el fin de la vida de todos, aunque este mundo dure millones y millones de siglos de años. Ya sabes, te digo la verdad en esto. Te he querido no lo niego, te quiero tampoco lo niego y que te querré siempre tampoco. Esta será mi palabra de amor".