“Me cuesta resignarme a la idea de no volver nunca a mi ciudad natal”, confiesa Emir Kusturica en sus memorias. El director serbio no ha regresado a Sarajevo desde que la abandonara en 1992, poco antes del asedio que se prolongó durante tres años y diez meses, el más longevo de los padecidos por una urbe en la historia moderna. Crítico con la guerra que transformó el mapa de los Balcanes y despedazó una Yugoslavia con la que aún se identifica, Kusturica mantiene su promesa de no retornar nunca y ha optado por llenar el vacío inventándose su propio pueblo en las montañas serbias cerca de Bosnia y Herzegovina, a 140 kilómetros de Sarajevo.
“Estoy más que feliz. Tengo un pueblo en el que se vive en base a los antiguos parámetros griegos. La ciudad tiene un anfiteatro, un parlamento, casas para invitados e incluso tres salas de proyecciones de excelente calidad”, presume Kusturica en conversación con El Independiente. El director más celebrado de los Balcanes, con un estilo inconfundible en el que las desgracias de la guerra se mezclan con el humor y una suerte de realismo mágico, ha encontrado su Macondo en una ladera de Mokra Gora, una de las paradas del tren que conectaba Belgrado y Sarajevo.
La vida es un milagro
En sus alrededores Kusturica rodó en 2003 La vida es un milagro, una película que reconstruye las andanzas de Luka, un ingeniero serbio que sueña con construir una línea ferroviaria y situar a un pequeño pueblo bosnio perdido en las montañas en el mapa de los destinos turísticos. “Fue entonces cuando Kusturica vio esta zona y le surgió la idea de construir un pueblo de la nada”, comenta Stanislava, una de las personas que lleva 14 años al cuidado de Mećavnik, el pueblecito que surgió de aquel arrebato y de -cuentan otras fuentes- la determinación de abortar un proyecto urbanístico estadounidense.
La primera de las edificaciones fue una casa de madera destinada a su familia y que hoy preside la calle principal
La aldea está emplazada en una colina en la que el cineasta descubrió un oasis: mientras el mal tiempo y la lluvía asolaba el paisaje, en aquel páramo brillaba el sol. La primera de las edificaciones fue una casa de madera destinada a su familia y que hoy preside la calle principal, junto a una cafetería y el teatro Stanley Kubric. Kusturica, refugiado en un despacho con las paredes cubiertas por los libros y entre recuerdos de sus rodajes, niega ser el alcalde del lugar. “Mi posición es más cómoda. Si no me gusta alguien, le puedo decir simplemente 'fuera' porque esto sigue siendo algo privado. Normalmente, cuando llegas a una ciudad, nadie puede decirte nada. Podrías ofrecer pelea y escupir a alguien. Pero si te comportas aquí, yo soy el que dice: 'lárgate y no vuelvas nunca'. No ha pasado nunca, pero podría haber sucedido”, bromea.
De aquella residencia inicial ha emergido un complejo que incluye un restaurante, una galería de arte, dos cines, un gimnasio, una piscina cubierta, una iglesia ortodoxa -prueba, además, de la conversión religiosa de Kusturica- y hasta 30 viviendas, con 84 habitaciones. Cuenta, además, con un helipuerto que a veces usa el director para sus desplazamientos desde Belgrado, a cuatro horas en coche. El recinto se ofrece como un resort de vacaciones por el que pasan alrededor de 20.000 personas al año y que ha creado medio centenar de empleos. “Este no es un hotel normal y corriente. Lo que se trata es de recuperar el estilo de vida tradicional”, asevera Stanislava.
Si no me gusta alguien, le puedo decir simplemente 'fuera' porque esto sigue siendo algo privado
Piedra a piedra
En busca de la autenticidad, la mayoría de las viviendas desperdigadas por la ladera fueron trasladadas de pueblos cercanos. “Algunas tienen 80 años y han sido convertidas en alojamientos hoteleros”, detalla una de las artífices de un invento costoso y que ocupa alguno de los desvelos de Kusturica, que durante las últimas décadas ha alternado el cine con la música, la escritura y la arquitectura.
“El problema es que aquí siempre falta algo. Cuando estás aquí 24 horas al día, hay que cuidar de la ciudad, desde las bombillas de los proyectores hasta la fontanería o el sistema de calefacción. Pero esta es una versión más pequeña de la ciudad. Sirve también para mostrar cuánto mienten quienes dicen desde la política global que el planeta está sobrecargado de gente. Una vez leí la estimación de un matemático de que toda la población del planeta podría caber en la pequeña península del mar Adriático. Cuando llegas aquí, tienes realmente una sensación de espacio”, comenta el artista.
En Mećavnik todos los detalles están pensados al detalle. Kusturica ha desarrollado en su callejero un homenaje a sus ídolos: la plaza Diego Maradona lleva hasta el café “Maldito patio”, título de una de las obras más conocidas del novelista yugoslavo Ivo Andrić, galardonado con el Nobel de Literatura en 1961. En los bajos del café se halla el restaurante ''Visconti Hall'', en honor al cineasta italiano, y justo enfrente el alojamiento “Dolce vita”. Nikola Tesla, Miodrag Petrović Čkalja, Federico Fellini, Ingmar Bergman, Joe Strummer o Novak Djokovic completan el callejero.
El problema es que aquí siempre falta algo
Su fascinación por América Latina incluye una calle dedicada a Ernesto Che Guevara y graffitis consagrados a Maradona, el Che y Fidel Castro. Tampoco faltan guiños a su filme Gato negro, gato blanco con las siluetas de gatos entre las casas de piedra. Por su geografía se celebra cada enero el festival de cine Küstendorf, una cita ecléctica en la que no hay alfombra roja y cuya selección de películas llegadas de todo el mundo corre a cargo de la hija de Emir. “Cuando estaba construyendo este pueblo, lo primero en lo que pensé fue en un festival que debería tener las mejores proyecciones del mundo”, evoca Kusturica. "Este lugar es mi mejor película", ha llegado a confesar.
Un festival de cine
Durante una semana por el festival desfilan directores internacionales y estudiantes de cine locales y de los Balcanes que se alojan en el páramo y alternan las proyecciones con talleres y fiestas hasta bien entrada la noche. En las cenas Kusturica, que recela del cine actual y despotrica de Hollywood, preside una mesa reservada a los cineastas, los artistas invitados y a sus amigos. El vino y el tabaco no faltan sobre el mantel, entre nubes de nicotina. En los confines de Mećavnik, en cambio, uno de los productos prohibidos es la Coca-Cola.
Es el lugar donde viviré y donde algunas personas podrán venir de vez en cuando
Merecedor del Premio Europeo de Arquitectura Philippe Rotthier, Kusturica presume de pueblo. El suyo es un milagro en las montañas de Zlatibor, a dos horas en coche de Gorica, su barrio de Sarajevo, y un ejercicio alternativo a la desmemoria que practicó tras el conflicto. “Tras las desgracias de las guerras de los Balcanes y el bombardeo de Serbia, yo también me entrené para olvidar, o al menos para reprimir los pensamientos que me acosaban”, explica en su autobiografía.
“Perdí mi ciudad durante la guerra. Por eso quise construir mi propio pueblo”, suele decir Kusturica. “Lleva un nombre alemán: Küstendorf. Allí organizaré seminarios, para gente que quiera aprender a hacer cine, conciertos, cerámica, pintura. Es el lugar donde viviré y donde algunas personas podrán venir de vez en cuando. Habrá, por supuesto, otros habitantes que trabajarán. Sueño con un lugar abierto, con diversidad cultural, que se oponga a la globalización”, concluye.
Guía para no perderse en Mećavnik
En la plaza Nikola Tesla están ubicadas la tienda de recuerdos ''Aska'' y la pastelería ''Corkan'' con pasteles tradicionales, desde baklava hasta tulumba. Un poco más abajo de la plaza 'Diego Maradona', se encuentra el hotel con piscina, sauna, sala de deportes, gimnasio y pistas de tenis. El pueblo está situado a 7 kilómetros de una estación de esquí.
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