El gigante de los festivales, Primavera Sound, ha decidido cerrar sus sucursales latinoamericanas tan solo dos años después de su triunfal desembarco al otro lado del Atlántico, donde expandieron su marca a las ciudades de Buenos Aires, Santiago de Chile, São Paulo e incluso Los Ángeles. Una expansión con clara vocación internacional a la que había que sumarle su ya veterana edición en Oporto y que significaba el éxito de un formato de festival cuyo crecimiento parecía imparable.
Desde sus primeros pasos en el Poble Espanyol a principios de los 2000 hasta su conquista del Parc del Fòrum en la Ciudad Condal, el festival ha ido creciendo hasta consolidar su característico cartel kilométrico capaz de aunar lo mejor del panorama musical internacional, junto con las tendencias y artistas emergentes del momento.
Hasta ahora, Primavera Sound parecía el ejemplo a seguir para cualquier promotor de festival. Una fórmula de éxito capaz de convertir la cultura musical en un codiciado espacio publicitario cuya inversión por parte de las marcas permite a su vez traer artistas de mayor nivel, alimentando así una rueda que se pensaba infinita.
El sistema empieza a fallar
El fin de la pandemia marcó un antes y un después en la cultura de los festivales y, tras un traumático encierro sin música en directo, todo evento pasó a ser susceptible de ser el último, con la consiguiente euforia que ello conlleva. Pero algo ha empezado a fallar en este sistema que se creía perfecto.
La gallina de los huevos de oro ya no pone tantos. Desde la dirección de Primavera Sound no han querido matizar su decisión y se remiten a un comunicado en el que culpan a las "dificultades externas" que les "impiden mantener la realización de los eventos a la altura de lo que merece el público".
Lo mismo ocurrió el año pasado cuando, después del catastrófico experimento madrileño, justificaron su decisión de no repetir este 2024 en la capital acusando que "la ciudad no cuenta con un recinto capaz de albergar con garantías un evento de nuestra magnitud y formato".
En aquel momento, muchos coincidieron en que la razón del fracaso, inclemencias meteorológicas aparte, se debía principalmente a la particularidad de Madrid. Y seguramente algo de eso hubiese, pero el hecho de que un año después, ciudades tan diferentes como Buenos Aires, São Paulo, Montevideo y Asunción, tampoco sean aptas para este tipo de festival obligan a replantearse algunas cosas.
El "éxito" de vender menos
La consigna está cambiando y otros gigantes de los festivales parecen haber tomado nota. Uno de los casos más evidentes ha sido el de Mad Cool. El festival que nació en 2016 en la capital, precisamente para competir con gigantes del circuito como el Primavera Sound en Barcelona o el BBK en Bilbao, lleva años buscando su lugar, tanto literal como figuradamente.
El año pasado estrenó un nuevo recinto en Villaverde, muy cerca de Getafe, el que buscaba encontrar cierta estabilidad. Bautizado como La Ciudad de la Música este espacio con alrededor de 200.000 metros cuadrados aspiraba a albergar cerca de 80.000 personas. Pero el desastre, traducido en colas infinitas para entrar y salir o simplemente moverse, fue tal que hasta se especuló con que no volverían en 2024. Un rumor al que ellos mismos contribuyeron tras su enigmático post en redes sociales anunciando su vuelta en 2025.
Este año, sin embargo, todo han sido buenas palabras entre los asistentes al festival madrileño (no tanto para sus vecinos) que ha descongestionado su espacio reduciendo su aforo máximo en 12.000 personas (de 70.000 a 58.000 personas).
Algo parecido ha pasado con un festival que ha aterrizado en la capital casi de rebote, el Kalorama. Aunque su primera edición quedará marcada para siempre por las apocalípticas tormentas que lo acompañaron, el traslado del Cala Mijas por desavenencias con ayuntamiento mijeño a la capital también ha sido elogiado por su accesibilidad y comodidad.
Aunque en este caso las razones no son las mismas. Sus promotores seguramente estarían más contentos de haber vendido más entradas, y de hecho lo intentaron bajando los precios en los últimos días, pero sus asistentes agradecieron este "pinchazo", encontrando un festival amable en el que pasearse cómodamente y disfrutar sin agobios de la música.
El balance de ambos ejemplos deja en el tintero una interesante reflexión sobre si menos es más y hasta qué punto la reputación de un festival pasa por un "decrecimiento" obligado. Y si lo que antes parecía un negocio fácil, ahora necesita replegarse para volverse más seguro.
El valor añadido de lo diferente
Aunque todo lo que está ocurriendo alrededor de la industria de la música en vivo son buenas noticias, con unos ingresos de récord en España que en 2023 de casi 579 millones de euros, el asunto de los festivales empieza a tener síntomas de agotamiento en un mercado completamente saturado.
Por eso, cuando la oferta es tan amplia que "el quién da más" ha dejado de tener tanta importancia, el valor añadido se encuentra en la capacidad de ofrecer algo diferente. Una filosofía que se puede ver de manera ejemplar en un festival como el Canela Party de Torremolinos, un festival pequeño y todavía manejable que ha conseguido hacerse un hueco entre los más grandes con una apuesta basada en una experiencia desenfadada y divertida.
Algo parecido ha ocurrido con el Tomavistas en Madrid, un festival paradigmático pues ha construido su prestigio en un parque de la ciudad gracias a su condición de evento familiar. Pero en este caso, sí que han querido arriesgar para crecer, mudándose a un espacio más grande, alejándose del centro de la ciudad y, aunque no les ha salido mal del todo, sí que da la sensación de que han perdido algo de su esencia.
60 cancelaciones en Reino Unido y una crisis de formato
Como se ha visto con el caso de Primavera Sound Latinoamérica, la crisis del actual sistema festivalero no es solamente una cuestión nacional. Esta potente industria del espectáculo está cambiando y, en Reino Unido uno de los países con más cultura musical, se habla directamente de crisis. En 2024, al menos 60 festivales de música han anunciado un aplazamiento, cancelación o cierre completo.
En este caso, los organizadores de algunos de ellos, adscritos a la Asociación de Festivales Independientes (AIF), culpan a los problemas económicos que representa el aumento de los costes. De hecho, en algunas informaciones publicadas en medios británicos afirman que podrían desaparecer un centenar de festivales de música sólo en 2024 debido al aumento de los costes de explotación y el impredecible número de venta de entradas.
Quizá aquí esté la clave de lo que puede estar pasando con Primavera Sound Latinoamérica en concreto y a nivel internacional en general, pues el anuncio de su cancelación llega solo un día después de que otro festival mítico como el Desert Daze de California haya decidido anular su edición de 2024, precisamente por los "crecientes costes de producción y la volátil situación del mercado festivalero".
Porque cuando la incertidumbre económica acecha lo que hasta ahora ha sido un formato fácilmente exportable, de éxito garantizado y que ha estado aupado por una euforia postpandémica excepcional, la decisión más sensata pasa por frenar el crecimiento, volver a lo seguro y no arriesgar demasiado.
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