Nuestra rutina también puede destruir el planeta. Las emisiones de dióxido de carbono no son sólo cuestión de grandes chimeneas humeantes. Nosotros también las producimos, casi sin darnos cuenta, con nuestras tareas habituales del día a día. Durante los últimos años, las asociaciones ecologistas y algunos gobiernos han dedicado buena parte de sus esfuerzos a hallar la manera de controlar nuestra 'huella ecológica' o 'huella de carbono', la cantidad de gases de efecto invernadero que emitimos. Una de las iniciativas barajadas desde distintos ámbitos, y que aún no ha terminado de tomar forma es la de las llamadas ‘tarjetas de crédito de carbono’: una cuenta personal e intransferible que registra nuestras emisiones, con un límite, y que determinará el porcentaje de impuestos que debemos abonar en concepto de preservación del Medio Ambiente.

Originalmente estas tarjetas fueron ideadas por David Miliband, secretario de Estado de Medio Ambiente de Reino Unido entre 2006 y 2007. Miliband intentaba que cada ciudadano pagara exclusivamente por el carbono emitido y, en caso de necesitar más crédito en su cuenta, podría solicitarlo a otra persona que no hubiese sobrepasado el límite. De esta forma, no se rebasaría el límite global permitido. Cada ciudadano debía portar su tarjeta y administrarla en los gastos de viajes, energía y alimentos. Una medida que el propio político calificó de "simple y bella", pero que se topó con una serie de dificultades técnicas. De ahí, al limbo.

Un lustro más tarde, en 2011, un profesor de la universidad de Nueva Zelanda Southern Cross, Garry Egger, trató de retomar el proyecto a pequeña escala en la minúscula población de Norfolk, de apenas 1.700 habitantes. Egger pensó en repartir las tarjetas entre todos los ciudadanos censados y abrir la posibilidad a los cerca de 30.000 turistas que visitan cada año este paraíso del Pacífico. Su idea era fomentar la participación ofreciendo la posibilidad de devolver en metálico los créditos de carbono no usados. "Quien consuma de forma frugal, no adquiera alimentos excesivamente grasos o compre demasiado petróleo, podrá ahorrar créditos carbono para canjearlos por dinero al final de año. Si, por el contrario, un ciudadano consume mucho petróleo y comida industrial y de alto contenido en grasas o azúcares, deberá comprar cada año créditos suplementarios", explicaba el propio profesor Egger en 2011, como recoge la asociación Ecodes. El proyecto tampoco llegó a materializarse.

Ahora, la tecnología del 'Blockchain' es la nueva esperanza del conteo individual de emisiones de gases con efecto invernadero. La empresa Qiewie ha montado una cadena de tokens, es decir, unidades de valor o 'dinero digital', para que cada usuario que se dé de alta gestione su carbono. La plataforma premia a aquellos clientes que reduzcan su huella de carbono en un periodo de tiempo determinado -que puede alcanzar los 30 años-, de manera que si se comprometen a emitir X cantidad de CO2, Qiewie les devuelve unidades de valor Y. El valor real de X e Y en esta particular ecuación depende del que tenga el carbono en la comunidad digital en la que esté enmarcado el cliente.

Las actividades con las que trabaja y por las que concede los tokens se reducen al transporte y a las mejores en viviendas y otras propiedades que favorezcan la reducción de emisiones de carbono. Cuantos menos gases produzca el usuario, más créditos de carbono recibe y, por tanto, más dinero gana. Sin embargo, es una iniciativa aún poco conocida y su complejo funcionamiento es el principal handicap para que prospere.

El registro de la huella de carbono, una realidad

Aunque el proyecto de las tarjetas personales de crédito de carbono lleva años en estudio sin alcanzar un punto de concreción, en la actualidad hay cientos de empresas en el mundo que sí registran sus niveles de emisiones de carbono anuales. En 2018 las compañías adheridas a esta iniciativa, impulsada por el Ministerio de Medio Ambiente, habían pasado de 62 a 579, según datos de la consultora Creara. Las empresas registran tres tipos de emisiones de carbono: las indirectas, como el consumo eléctrico; las directas, como la flota de vehículos propios; o los gases generados por sus proveedores.

El registro de las emisiones de CO2 conlleva un alto coste para las empresas, que puede alcanzar los 15.000 euros. Sin embargo, su certificación como empresa sostenible les proporciona una imagen privilegiada de cara al usuario. El Ministerio de Medio Ambiente otorga sellos de calidad verde en función del trabajo realizado sobre la huella que van desde el propio registro, a las acciones de reducción o compensación de las emisiones. Se trata de un proceso que en la actualidad es voluntario pero que, se espera, se convierta en obligatorio en los próximos años dada la problemática que suponen los gases de efecto invernadero para el bienestar el planeta.