Parece que en Aragón nos llega finalmente un pacto entre PP y Vox, un gobierno de coalición que entre ellos suena a gobierno con sidecar. Se ha llegado al pacto moroso, trabajoso, receloso y ampuloso, como un armisticio firmado en un vagón, pero la verdad es que seguimos sin saber si estas cosas se deciden en la provincia, bajo la autoridad parroquial del jefe del PP y la autoridad heráldica de las cigüeñas, o las decide Feijóo desde el torreón de hiedra y suspiros de Génova. O quizá la cosa va y viene, según esté la veleta del campanario del pueblo, que señala pacto como señala siembra, y según esté el humor de Feijóo, siempre rolando entre el arrojo y la indolencia. Los pactos van llegando, cada uno con su agonía o su traspié, con su prisa o su coba, con su susto o su muerte, que en el PP todavía no han decidido una estrategia coherente que uno pueda seguir sin recurrir al zahorí del lugar o a la suerte del lance de naipes. Yo creo que el PP está ahora como está por eso mismo, por no decidirse, que es lo que más le ha costado siempre a Feijóo, que se enfrenta a las decisiones como a la suegra, entre la evitación, la dilación y la ambigüedad.

Al principio creíamos que mandaban los barones (así lo decía Feijóo), que el PP empezaba a tener ya unos barones un poco entregodos, con castillo, foso, dragón rampante y blasón con caldero, y que ellos decidieran era como empezar a lucirlos en su señorío. Luego parecía que iba a ser la línea roja, como un índice vaticano de pecados o simonías, algo que por primera vez parecía coherente, sostenible y transportable. Luego empezaron a decir que era más bien cosa de aritmética de tendero o de física de balanza romana, según se pesaran escaños contra plomos y saliera una mayoría suficiente o saliera una mayoría feudataria, en cuyo caso tampoco sabíamos si mandaba el barón con bastón de mando de cucharón, o mandaba la línea roja vaticana, o un duro de plata que arrojara Feijóo al aire, o qué. El caso paradigmático fue el de María Guardiola, que fue pasando por todas las fases de decisión / indecisión del PP hasta quedar desacreditada o presa tras su propio ventanuco saetero.

Vox quedaba purificado tras la línea roja, como tras un bautizo en camisón de esas sectas de camisón, que lo purificaba la simple aritmética o el simple azar

Lo que pasaba en realidad, cree uno, es que no mandaban ni las baronías ni las líneas rojas ni el centralismo genovés, ese centralismo un poco trastabillado, como de torre inclinada hacia los naufragios anteriores e interiores igual que hacia la plaza de Colón, trastabilleo que venía agravado además por un Feijóo que no terminaba de rematar la mudanza, ni su equipo, ni su programa. A mí me parece que la intención era dejarlo todo en el aire hasta que pasara el 23-J, por no fastidiar ni atar nada demasiado, dejarlo todo en el aire como la comida con la suegra, esa suegritis que tiene Feijóo con casi todo. Así que Vox lo mismo era un socio con el que se hacía el trato rápido, con escupitajo en la mano, como tratantes de feria de ganado, que era el ogro con el que María Guardiola parecía no ya que tuviera que gobernar sino que casarse. Lo mismo Vox quedaba purificado tras la línea roja, como tras un bautizo en camisón de esas sectas de camisón, que lo purificaba la simple aritmética o el simple azar, o lo mismo se quedaba el pacto en remojo, a la espera, sin aplicarle nada de esto. Con todo en el aire, al PP se le cayó todo a los pies.

Hemos dicho ya aquí que Vox es un dilema, pero quizá eso habría que empezar a matizarlo, que ya no se trata de repartir consejerías de perol ni puestos perdiceros por las provincias. Vox era un dilema pero quizá ya no lo es más. Me refiero a que, tras el 23-J, Vox más bien se ha revelado como una condena, la condena a no gobernar jamás en España, y yo creo que eso aclara bastante la cosa. Ya no sirve dejarlo todo en el aire para no asustar a al personal, que el personal ya se ha asustado bastante viendo a esta gente colgar lonas, descolgar banderas y sacar hermanas solteronas a medir las faldas del baile y las rimas del teatro. El personal ya ha dicho que prefiere a Sánchez bailando con el monstruo de Frankenstein, cantando incluso Puttin’ on the Ritz, como en lo de Mel Brooks, que ver a Jorge Buxadé con crucifijo de metal derretido en la garganta, ahí tras un atril ministerial como tras un candelabro.

Vox era un dilema y Feijóo se había atascado en el dilema, o se consolaba en el dilema para no tener que tomar una decisión, que las decisiones a él le desgarran por dentro igual que la tos o el wasabi. Quizá no pase nada demasiado grave mientras Vox se dedique a la paella, a la perdiz o al brindis de copa de balón con pose de banderillero, pero ha sido oler la posibilidad de llegar al Gobierno y ya los hemos visto desplegarse en toda su membranosidad. Vox no es que no haga autocrítica, es que no tiene espacio para la autocrítica, ni siquiera para moverse, como si vivieran muertos en el sarcófago del Cid. Vox sólo puede ser lo que es, sólo puede apostar a ser lo que es, sólo puede seguir siendo lo que es y sólo puede morir siendo lo que fue, como les pasa a los populismos o a las momias. Así que será el PP el que tenga que hacer algo. Vox era un dilema pero ahora ya sólo es una condena. A ver si eso ayuda a Feijóo a terminar de decidirse, que ahí sigue sin saber qué hacer, mientras se peina las trenzas o se borda las lágrimas en el torreón tornasolado y caedizo de Génova.