Los líderes independentistas catalanes están ante una de las horas más críticas de su historia. Durante los últimos cuatro años, al menos, han venido creando en la sociedad catalana la expectativa de un escenario imposible. Utilizando los resortes del poder no sólo han intentado construir un estado paralelo, sino que han manipulado con descaro a los medios de comunicación públicos para hacer creer a sus seguidores que esa realidad, la independencia, era posible y que se podía alcanzar prácticamente sin ningún coste.

Como detalla el juez Pablo Llarena en su bien argumentado auto de procesamiento, todo lo ocurrido desde 2014 hasta ahora esta escrito en esa hoja de ruta llamada Libro Blanco de la Transición Nacional de Cataluña. La violencia que vimos ayer en las calles de Barcelona es la continuación de la que se produjo el pasado 20 de septiembre, cuando decenas de miles de manifestantes rodearon la consejería de Economía y Hacienda de la Generalitat.

Los planes del independentismo siempre han contado con "la movilización popular" para lograr sus objetivos. Si la negociación no daba resultado, entraba en acción la presión de la calle. Y, en esa dinámica, es muy fácil pasar de las sonrisas a los gritos, a la violencia. Sobre todo cuando hay grupos (como los autodenominados Comités de Defensa de la República, inspirados en los Comités de Defensa de la Revolución cubanos) que tienen entre sus objetivos provocar enfrentamientos con las fuerzas del orden para generar una dinámica de acción/reacción.

Si no se pone freno a esa espiral de violencia, la convivencia en Cataluña se va a deteriorar aún más de lo que ya está, lo que hará muy difícil, sino imposible, encontrar una solución política al actual impasse tras las elecciones del 21-D.

Los soberanistas tienen dos opciones: una guerra abierta contra el Estado; o evitar el conflicto para recuperar la autonomía y la convivencia pacífica

La detención ayer en Alemania de Carles Puigdemont es una demostración más de que el procés se ha estrellado dramáticamente contra la realidad. La Unión Europea no va a permitir un golpe como el que pretendía el ex presidente de la Generalitat contra la Constitución y el estado de derecho.

Puigdemont será extraditado a España, donde será juzgado con todas las garantías, al igual que todos los procesados por delito de rebelión. Delito, por cierto, castigado en Alemania con penas de entre 10 años y cadena perpetua. Ningún gobierno europeo admitirá las razones esgrimidas por Puigdemont. Dos millones de catalanes no pueden decidir por 45 millones de españoles.

Cuanto antes decidan los líderes soberanistas aterrizar en el mundo real, más rápido se podrá encontrar una solución al problema. Pero, desde el maximalismo, desde la sinrazón de pretender que es posible construir una república catalana será imposible que el gobierno, la inmensa mayoría del Congreso y de los españoles admitan vías de diálogo para normalizar la situación.

Puigdemont, Junqueras, Forcadell, Sánchez, Cuixart, y, por supuesto, Artur Mas, han sido los responsables de ese clima de crispación que se vive en Cataluña. Pero ahora tienen en su mano evitar que los radicales se hagan con el control de la calle.

El soberanismo sólo tienen dos opciones: o una guerra abierta contra el Estado; o evitar el conflicto para recuperar la autonomía y recomponer la convivencia pacífica de los catalanes.