Pablo Iglesias ha llorado, pero no por las atrocidades que cuentan de Billy el Niño, ni por todas las injusticias del mundo que se le acumularon hoy en su nublado de dios del trueno. Los grandes corazones de lágrima fina están enamorados en realidad de su propio tamaño y su propia eufonía. O sea, que lloran de henchimiento, lloran de su salud de corazón tierno y lleno, lloran escuchándose como una cascada, sin importar mucho lo de fuera, simplemente porque una máquina tan grande y colmada está hecha para llorar, como el sauce. Pablo Iglesias es eso, el político sauce, que se llena de cielo y se vacía en sombras y pájaros. A él le lloran palabras o le lloran lágrimas, que son lo mismo dependiendo de cómo se condense el día. El caso es retratarse en la grandeza de la angustia, que es lo que hacen el sauce o el castillo.

Pablo Iglesias es cóncavo de voz y de retórica, está siempre rebotando sus palabras contra espejos y lanzando su dedo índice como un bumerán. Las palabras y el dedo, ambos ganchudos, le vuelven luego, después de haber recogido la sorpresa, la admiración, el estupor, las luces de baile de la sala, y es cuando a Iglesias se le suma su eco de soprano, el aplauso de su voz y de su gesto regresando a él igual que un halcón y multiplicándolo como la sombra de un boxeador. En esta coreografía, una lágrima es como una bala de plata que termina estallando en su propio corazón, que se abre entonces como una piñata de pasión, fuerza y compasión. La bala de un capitán con esa última virilidad de la lágrima de los fuertes, la lágrima que vence al pudor, de tan grande que es la injusticia y de tan grande que es el justo que se da cuenta de ello.

Los grandes corazones de lágrima fina están enamorados en realidad de su propio tamaño y su propia eufonía

Su lágrima es una bala o es quizá un sobreagudo de prima donna. Pablo es un divo y hace finales de acto, telonazos como guillotinas, muertes llorosas para el pueblo al que ha puesto ya temblón y receptivo en la blanda cama de agua de los violines. O sea, que llora pero sobre todo muere, como Madama Butterfly, como Isolda, como Dido, como Tosca, como Elsa de Brabante, de dignidad, de valentía, de empecinamiento, de coherencia y un poco de encaje, de pose y, sobre todo, de público. No es tanto, pues, su lágrima, sino el morir simbólicamente, sacrificialmente, ese derrumbarse en su escaño tras la puñalada de ópera, morir después de haber rebosado toda la emoción y toda la épica y toda la bella mentira de la escena.

Iglesias llora y canta como un arpa de cristal. Puede parecer ridículo, pero hasta Mozart compuso piezas para arpa de cristal. Y para mecanismos de reloj. Aunque Iglesias, más que clásico, y más que romántico, es rococó. Su lágrima parece la lágrima pintada del arlequín o de la máscara de baile de algún Versalles de pueblo. No es el sentimiento, ni siquiera la sentimentalidad, que ya implica un precio, un comercio con el sentimiento. No, es el oro que puede rebosar de los marcos y de los carillones con la excusa del teatro y del exceso. No es la verdad ni el sufrimiento, sino la rica función que se puede hacer con ello como con la historia de Orfeo y Eurídice.

Iglesias llora y no importa mucho por qué. Iglesias llora por resonancia, esperando que todo llore luego con él, como llora el mundo con el viento. Y no sólo es Iglesias, claro. Podemos es esa sombra de árbol torcido y paternal de Iglesias, así que todo el partido llora meciéndose con su copa, con su tormenta, con ese otoño que le vuela la cabeza de tristeza como a todos los árboles. Al menos, eso es lo que queda bien para un cuadro o para un poema sinfónico. Irene Montero ya lloró otra vez, cuando Rafael Hernando, que es un bocachancla con tipito de baboso de boda, hizo un comentario muy machista, de chiste de calzonazos, sobre las intervenciones de la pareja en aquella moción de censura suya.

Pero Podemos no es un partido llorón por blandenguería ni por furia. Quizá, ni es del todo un partido llorón por simpatía, por sintonía. Quizá, ni siquiera llora como se llora en soledad, por no llevarse uno mismo la contraria. Podemos sufre con el que sufre y hasta muere con el que muere. O eso intentan aparentar, de eso intentan adornarse, incluso excesivamente, barrocamente como decíamos. Pero esto no es fácil. No son tan buenos actores ni tan buenos muertos. Es cuando se dan cuenta de que es tan dura la tarea, tan grande la injusticia, tan malvado el enemigo, tan alta su misión, tan solitario su papel, tan inhumano su sacrificio de salvadores, que se emocionan de ellos mismos. Y entonces, ahora sí, es cuando lloran, real y abundantemente, con su corazón lleno y encogido y purificador, como una lavativa chorreante.