Entre sus banderas como chocolatinas rojas y azules, dos egos de niño se pusieron de acuerdo. Ese reparto del dulce, ese atracón de cumpleaños, era lo único que podía conseguirlo. La amistad de los niños es pareja a su crueldad: pura, interesada, voluble. Por un apache de color verde, por una canica con una galaxia de chicle dentro, por un balón hecho de ropa de tendedero, por un merengue esponjoso como los querubines de sus rezos, han caído enemistades eternas de patio y han surgido camaraderías que llegaban hasta la mili o hasta la boda. O hasta el siguiente recreo, hasta que otro niño con bicicleta, como un ministro en pantaloncito corto, o una niña con las coletas más bellamente desastrosas del mundo empezaban otra amistad/enemistad purísima y eterna.

Trump, el niño rico vestido de cowboy de rodeo, como un John Wayne de heladería, ha conseguido un trofeo para la historia, para su pequeña historia de heladerías visitadas y colección de chapas. Y Kim Jong-un, pequeño emperador/dueño de un país como de una lavandería, que maneja Corea del Norte como una maqueta ferroviaria, como un peluche asfixiado o tuerto por el cruel amor de niño, ha conseguido legitimidad, ser habilitado internacionalmente. Hasta la gente ha visto, por la calle, que no era un lacre despegado, ni un tentetieso con la forma de bolo que le daba su oficio, ni un maniquí con ruedines, sino un señor que hasta habla (nunca hubiéramos imaginado que hablara, o que hablara adultamente, sólo lo veíamos sonreír mirando mapas, contando soldados igual que monedas de hucha o encendiendo misiles como petardos en una tarta, siempre como meciéndose en el balancín de él mismo).

Su acuerdo, es verdad, no llega ni a ser acuerdo. Sólo ha habido vaguedades, balbuceos, borrones con forma de nubarrón que te dicen que son conejitos. Pero es que los niños no firman contratos, sólo se dan besitos muy rápidos en la mejilla o se cogen de la mano en la fila, pudorosamente. Eso han hecho Trump y Kim Jong-un, con todo el planeta mirando como toda la clase. Olvidados quedan los insultos de gordo o de cabezón o de orejón, esos insultos tan naturalistas, tan científicos, de los niños. Esa manita dada con la dulzura y la pegajosidad de una piruleta, ese besito con sabor a tiza escenificado ante el encerado, que es el altar de los niños; eso, y no más, es la consistencia de su paz. Es preferible ver a los niños así, forzados por el interés de una piñata, a verlos pelear con salivazos termonucleares. Pero es inevitable concluir que el mundo va consumando su infantilización. Vivimos en una sociedad niña, y no ya aquí, con Sánchez y sus ministros como La patrulla canina, sino en el mundo entero.

Es preferible ver a los niños así, forzados por el interés de una piñata, a verlos pelear con salivazos termonucleares. Pero es inevitable concluir que el mundo va consumando su infantilización

Cada vez que veo a Trump, niño rico que aún arranca alas a las moscas y aún mete mano a las magdalenas y a las tartas, me acuerdo de la primera vez que pensé que alguien así podía llegar a la Casa Blanca. Fue en el show de Bill Maher, un liberal (lo que en Estados Unidos llaman liberal, o sea alguien que vota a los demócratas y comparte brunch con amigas lesbianas) ácido y con mala leche. El mismo Michael Moore le advirtió: sí, allí, todos tan liberales y tan new yorker, se reían mucho de Trump como de Los osos mañosos; pero viendo no sólo la vieja América blanca del Bible Belt, sino del Rust Belt, la América industrial (o desindustrializada, como el fantasma que es Detroit), Trump iba a ganar.

Así ocurrió. Trump era la venganza de niño, con argumentos de niño e ira de niño, de una América Peter Pan que ya sentía que había sido apartada de su lugar por Obama y no podía volver a serlo por Hillary Clinton. Pero también de otra América consumida, y que se notó en la noche electoral cuando hasta la Costa Este se empapaba de rojo como de sirope. El periodista Michael Wolf, y otros, sostienen que Trump no quería siquiera ganar, sólo ser el hombre más famoso del mundo, lo único mejor que ser el más chulo de la clase. Pero los niños siguen al más chulo.

Kim Jong-Un, por su parte, no puede seguir en el poder sin mantener al pueblo en el infantilismo de ese comunismo folclórico suyo, que uno ve casi como una versión oriental de nuestro franquismo de gloria, joteros, cuartelería, Enciclopedia Álvarez y Primera Comunión. Ni en su personal infantilismo de hombre todo el día en pijama. Un infantilismo, eso sí, con muchas más bombas y mejor coreografía. Y sin resistencia.

El ego de dos niños ha dado esta cumbre histórica, caprichosa y efímera, como un primer beso. No sorprende tanto en este mundo infantilizado que parece cada vez más fácil de manejar por populismos del caramelo o del odio, por nacionalismos de adolescente virilidad y necedad, por personalismos de salvación y flequillo y, en general, por ideologías de la simplicidad, la exigencia y la línea recta. Ahora, estos dos niños están contentos y quietos. Pero hay que tener en cuenta que siguen siendo niños y no sabremos qué harán después. Ni ellos, ni los demás niños que nos quedan en el patio.