Puigdemont tiene un inglés como de Camacho, un francés como de cocinerillo o modistillo impostor, y un español como de doña Croqueta. O sea, que uno ve muy fácil que él y sus escribas de orejeras puramente autóctonas no hayan entendido las declaraciones del juez Llarena, ni su traducción. Lo que convierte la demanda de Puigdemont contra Llarena en broma o en estafa es apenas una sutileza de calígrafo chino: la distancia entre el “si” condicional dicho y el “sí” afirmativo traducido o transcrito a un francés como de máquina de escribir coja de teclas y diéresis. Y está el procés como para sutilezas y tinta de mosquetero.

Yo creo que están tan acostumbrados a escribir en murales, en grandes mayúsculas de la historia o de la guardería, para la posteridad o para naves nodrizas, para señalar comercios o para pintar a un Jordi en una nube, que la letra pequeña, el concepto afinado y la palabra exacta les parecen despreciables bacterias. La letra gruesa, como la idea gruesa, llena antes las pancartas y las cabezas. Y también, por supuesto, llena antes las demandas imaginarias, torcidas o trampeadas que pueden llevar a un juez del Supremo español a Bélgica, a ser interrogado sobre una justicia o un abecedario inventados, como un cirílico de Puigdemont, mientras a Sánchez sólo le preocupa curarse la uña de descabezar langostinos de Sanlúcar.

Apenas una tilde en español, apenas una locución en francés, pero que igual sirve para que el juez belga, un juez seguramente de gafa quevediana, gorda y caediza, confunda la sintaxis con el delito, su pequeña jurisdicción con un planisferio y a su colega con un galeote. Una tilde, un fallo, un error, que no han llegado por maldad ni de Puigdemont ni de los egiptólogos de su muy honorable ombligo que le escriben e interpretan, sino por un sentido de la gramática y de la realidad que sólo admite brochazos de un calibre que te pinte toda la cara o toda una farola o toda una sede de Ciudadanos.

El procés da la vuelta a la justicia, a la ciudadanía, a la libertad, a las palabras, que han perdido sentido de tanto verlas en gordo y en hundido, con el ojo de pez del fanatismo

Seguramente no sólo no han entendido las declaraciones del juez Llarena, hechas con su cerrado español africano, su español de terrosas palabras homófonas y agresivas, sino que tampoco entienden los conceptos de juez, democracia ni otros extranjerismos exóticos de la misma clase. Son como esas tribus del Amazonas que no tienen palabras para el tiempo o para los números, pero aun así viven en esa niñez sin problema, cazando, copulando, comiendo e ignorando la matemática y a Kant. La gente se mete en unos berenjenales tremendos, cuando en realidad se trata de vivir el ser puro en su emoción de taparrabos. Ahí a lo mejor es donde está la superioridad de su raza, en pasar de toda esa procelosidad filosófica o lingüística y disfrutar de un lazo amarillo como de una seta alucinógena, o de la tribu como del primer fuego del mundo. El adanismo indepe, sin tildes ni relojes.

Un francés o una democracia por aproximación, como esas traducciones de manual chino que hace Google. El procés da la vuelta a la justicia, a la ciudadanía, a la libertad, a las palabras, que han perdido sentido de tanto verlas en gordo y en hundido, con el ojo de pez del fanatismo. Una tilde de más o de menos, esa tilde donde ha dejado la verdad su ceja incrédula o espantada. Una tilde que quizá deja a Puigdemont al borde de la estafa procesal, o que sólo rubrica que, para él y los suyos, la verdad, la realidad, son sólo moscas en el papel y en el camino. No está para sutilezas el procés, como no están para sutilezas la ministra Delgado ni el propio Sánchez, que gobierna igualmente a base de frases escritas con avioneta. Por eso Sánchez y Puigdemont se comprenden tan bien en la estrategia, el galimatías, la contradicción y el caos. Los únicos que se entienden en esta Babel.