Dolores, o mejor Lola. Había que traer ya nombre de defender la honra, que es algo que pasa (la honra, defenderla, enfadarse por ella), cuando ya la has perdido o la has dado por perdida. Lola, Dolores, ministra tras la reja de la honra, en el teatro lorquiano de la honra. Lola, con el gesto de la dignidad, que es un ángulo en el cuerpo y una elevación de nariz y un tono precipitado pero digno, con los que intenta alejarse de la sospecha sin moverse, como la señorita Rottenmeier delante de un ratón.

Lola, la honra del abanico como escudo, eso fue todo. Porque la ministra no habló de hechos, no quiso hablar del contenido de las grabaciones, material del Diablo que te vuelve siervo del Diablo. Con la honra, ya saben, lo mejor es no hablar de hechos, sino de fama. Hemos vuelto a eso, a aquella época en la que uno se defendía con la fama, con el nombre, con la notoriedad de la familia y sus sombrerazos y limosnas en los domingos de sombrilla y pavoneo. La ministra, Lola, en la esquina de su honra, nos leyó todo su currículum, en el que faltó poner quizá que fue fiscal del caso JFK (o que fue Eliot Ness, como dijo el portavoz de Ciudadanos). El servicio a la comunidad, sus esfuerzos de héroe con pata de palo…

Una red de extorsión para usar información privilegiada, y perfumada de putiferio, es justo lo que ella celebró y calificó de “éxito garantizado” en aquella comida

Ella (mírenla en su dignidad de mártir ante un caldero o ante sus trenzas cortadas); ella, tan de buena familia (socialista), tan sacrificada, tan profesional, como una enfermera de guerra con parche de cruz roja; ella, además mujer hecha a sí misma, sin hombres con chistera detrás; ella, en fin, no puede consentir que la chantajee un “presunto delincuente”. Ni puede consentir que esas grabaciones (contaminadas, intocables, con capacidad para acabar con la fe como un libro galileano) sean usadas por “la derecha, la extrema derecha, y la extrema extrema derecha” (lo dijo muchas veces, como un grito de valquiria) para acabar con el gobierno “decente” de Sánchez que está ahora pintando oficinas de la comunidad y acabando con la corrupción igual que Stallone en Cobra. La derecha, también la derecha estaba detrás de Villarejo, a quien relacionó con el PP, a pesar de que fue Rubalcaba el que le encargó el trabajo de su vida.

Ella, Lola, no consiente ese chantaje, y ya está. Y el abanicazo imaginario sonaba como contra toda la Reina de Inglaterra o contra todo el estanco de una estanquera, esa dignidad, esa honra, de las personas que poseen símbolos, poderes y presencias mágicas y ultramarinas. Lola, con la honra de un caserón que se hunde o del retrato de Rebeca que se quema, hizo una espantada descripción de esas “cloacas del Estado”, ese chantaje al Gobierno a través de ella, ese clan mafioso que trata de influir en el país, “la amenaza permanente de Villarejo de usar información privilegiada para conseguir impunidad”. Curiosa la furia de Lola, porque eso, una red de extorsión para usar información privilegiada, y perfumada de putiferio, es justo lo que ella celebró y calificó de “éxito garantizado” en aquella comida, siendo fiscal de la Audiencia Nacional.

Pero Lola (cuánta dignidad en su pose y en sus candelabros que no trajo), no va a consentir ser chantajeada por las cloacas, que la persiguen quizá porque la conocen, como un perrete. Lola, la honra de Lola, todo era la honra de Lola como si Romero de Torres hiciera un cuadro con eso, con Lola, su honra y un barril de aceitunas. Pero la pose de Lola no niega los hechos. La cloaca, esa cloaca que ahora usa “la derecha, la extrema derecha, la extrema extrema derecha” (la insistencia en ese latiguillo terminaba convirtiéndolo en algo de los Cantajuego)… Pero era una cloaca en la que ella misma estuvo, en la que comió, como currante de las minas del Estado, con lamparita en el casco y tabaco de sobremesa. “Mafia policial”, decía Lola con la honra como una toquilla de novicia. Esa mafia, justo, con la que cenaba ella, con la que colegueaba ella, la que ella comprendía y aplaudía por evidente y astuta, aperlando quizá con gotitas de pacharán el glamur que tienen la extorsión y las putas.

Lola se defendió por señora y por cruzarse la rebeca, que eso no es defenderse de nada. El descaro es lo único que queda ante la evidencia

En esa comida, en ese picnic de cloaca, Villarejo se presentaba como corrupto igual que el espía que se presenta con gabardina, y contaba delante de mandos, jueces y fiscales que el chantaje no sólo era un gran negocio, sino un mecanismo muy usado y útil para que al Estado le funcionaran bien las cañerías. Éstos son los hechos, que no son diabólicos porque los traiga Villarejo (o Bárcenas), ni porque pongan en duda la honra de héroes aviadores o señoras guerrilleras o hilanderas, sino porque nos presenta la verdad, la certeza, de un Estado que funciona como una güisquería de Belcebú. Y allí estaba Lola, no como una cigarrera en el cabaret, sino como una fiscal de la Audiencia Nacional, contemplando, evaluando, asintiendo y consintiendo que el Estado funcionara, sin más espanto, como una mafia de puticlub. “Allí no había ninguna mafia”, aseguró sin embargo la digna Lola. Sólo la pureza de las fuerzas vivas del Estado, funcionando como mafia, que eso ya es otra categoría.

La honra de Lola, en realidad, no nos importa. Quizá ella vino a la comisión disfrazada de hija lorquiana para que no nos fijáramos en que lo grave es la honra de la democracia, y la de un Gobierno que tiene una ministra que concibe el Estado como una mafia que concelebra con chupitos y tangas. Esa mafia que aquella vez, a Lola, le parecía muy bien, pero ahora, que la ha pillado, no.

Lola, su honra de señora que cruza mucho la rebeca. Lola se defendió por señora y por cruzarse la rebeca, que eso no es defenderse de nada. El descaro es lo único que queda ante la evidencia. Acusó al mensajero no de traer una bomba, sino de haberla traído sin lavarse las manos. Cosas que dicen, solamente, las señoras con honra.