Pedro Sánchez no llegó en paracaídas ni con cables, que así nos lo esperábamos, como un ángel o un piano de mudanza. Pero tampoco volaron los cazas. Fue por la lluvia, esa lluvia que hace que los capotes de los soldados y las banderas retomen su peso y su conciencia de piel que protege otra piel. No entiendo las banderas sanguinolentas, como para guardar el corazón de buey de los héroes, de los fundadores o de las esencias, que siempre se mencionan como asaduras y hasta al pronunciar “bandera” les quedan a algunos hilillos de sangre entre los hilillos de oro. Veo mejor estas banderas en la lluvia, entre la intemperie y la ciudadanía, como una toalla de madre preparada sobre nuestra cabeza. Las armas aún no podemos sustituirlas por flores ni por palitos de nata, pero la bandera mojada, mojándose antes que el español, antes que el suelo de España, tiene más simbología que el acero y que el político, que miran al contrario, del suelo hacia arriba, erectos como el animal erecto.

Pedro Sánchez quizá ve esto de las banderas como una colcha de leopardo en la que ya le hemos visto desparramarse, como si fuera Sacha Baron Cohen. Con la bandera, Sánchez se ha hecho peluquería y se ha comprado cartones de bingo. Una cosa son los rancios que tienen todavía lo que Savater llama un concepto joseantoniano de la Patria, con bandera cenicienta o bandera mortaja o bandera arcón del abuelo o bandera esposa momia, y otra cosa es que lo mismo la bandera te engalane el patriotismo constitucional, la nación de naciones, el federalismo asimétrico, la agachada ante Torra, la Constitución del 78 como algo virginiano o la Constitución del 78 como algo de librería de viejo o incluso como biblia satánica. Esto ha sido lo del PSOE y sigue siendo lo de Sánchez, este no saberse llevar con la bandera, o sea con una idea o proyecto de España, y por eso este viernes parecía perdido en el homenaje, en el desfile, como si fuera su primer día como aparcacoches de tanques.

Al no saberse llevar con la bandera, Sánchez parecía perdido en el homenaje, en el desfile, como si fuera su primer día como aparcacoches de tanques

Sánchez podría haber bajado de un avión, o con la sombrilla de Mary Poppins. Él entiende la presidencia del Gobierno como algo que se desenrolla a sus pies, para él, para llevarle a una boda en helicóptero o para recoger a su hermano en submarino. Pero no entiende lo público como algo que se desenrolla en el cielo, para todos, y eso creo que lo tenía mareado y como esperando que la bandera se bajara a secarle los zapatos. Se equivocó en el protocolo del saludo al Rey, pero me parece normal. Yo creo que el día lo había colocado como en mitad de un tráfico londinense, teniendo que mirarse las manos para pensar dónde están la derecha y la izquierda.

A Sánchez lo abucheaban, lo llamaban okupa o traidor, pedían elecciones… El público de estas cosas es un público muy de misa de este día, muy de confundir a un legionario con Fray Leopoldo de Alpandeire y muy de Virgen alcaldesa en una tanqueta. No, la progresía no es de estas celebraciones, primero porque estas celebraciones nunca se han explicado bien a sí mismas, reducidas a un juego de soldaditos de plomo o de trenes eléctricos o de nostálgicos de alguna mili de botijo y mechero de yesca. Segundo, porque la progresía ha creído que cualquier símbolo nacional tiene que oler irremediablemente a choto de cuarto de guardia y a cenicero de Franco.

Sánchez entra y sale, según le convenga, de este repelús de ajo con los símbolos nacionales. Pero, además, me parece muy relevante que Sánchez sólo parezca hombre de Estado si está solo, como si él fuera el mostrador de España, como un vendedor de relojes. Ya sea ante Torra o en la ONU o haciendo de alegoría del país en calzón de correr… pero solo. Cuando confluyen varias simbologías, otras manifestaciones del Estado, Sánchez no sólo parece confuso, sino molesto, o ajeno. Le pasa incluso en el Congreso. El día de la moción de censura escribí que Sánchez aún parecía allí, en el Hemiciclo, “como un fotomatón que han dejado los transportistas por error, o una máquina de cocina que entró por la puerta del lechero”.

La progresía ha creído que cualquier símbolo nacional tiene que oler irremediablemente a choto de cuarto de guardia y a cenicero de Franco

Bajo la lluvia, Sánchez parecía aún más desamparado. Desamparado de desconocer qué es el Estado, qué es lo público, qué es la Ley, qué es la ciudadanía, y cómo manejarlos. Por eso metió, en su felicitación en Twitter, valores y opiniones personales o ideológicos, mezclando otra vez lo público con lo partidista y lo institucional con lo propagandístico. Por eso, por no saber qué es nada ni dónde está de pie, allí se le veía perdido, pendiente sólo del tacto de guante mojado que dejaba la lluvia en sus manos. Es ésa la impresión que deja, no hoy sólo, sino en la manera que tiene de gobernar o no gobernar, haciendo posturas de esgrima para su reojo.

Cerca, Casado y Rivera ni se resguardaban de la lluvia que iba y venía. Ellos sí iban de legionarios sin frío y sin botones. Hay buen rollo entre ellos, pero están en una competición casi caprina. Son dos machos alfa de la derecha o del centro derecha y se tragarían un racimo de granadas ante el electorado a la hora del telediario, si hiciera falta. Sobreactúan, pero están en la edad, y en la época. Porque enfrente están Sánchez, Podemos y Puigdemont, haciendo del país una olla podrida que rebosará pronto.

Casado y Rivera son dos machos alfa de la derecha o del centro derecha y se tragarían un racimo de granadas ante el electorado a la hora del telediario, si hiciera falta

Pasaban los soldados, unos que parecían estalactitas de nieve, otros dragones emergidos, otros ajedreces volcados. Quizá mi concepto cívico preferiría ver a escuadrones de maestros orgullosos, científicos chisporroteantes, médicos bien dormidos, y hasta la ciudadanía crítica rompiendo la formación y la cuadrícula. Pero el Estado, antes que un contrato social, fue una guerra entre soldados o entre alcobas, así que nos queda esto, hasta que lo asimilemos civilmente, quizá viendo con normalidad estos actos un poco dieciochescos.

Pasaban los soldados, se atiesaban los políticos, el Rey hacía de pivote simbólico como el poste de una carrera de cuadrigas. Pero, sobre todo, las banderas en la lluvia, la bandera mojada para que no se moje el ciudadano. La bandera, con todo su cartón de leyes y funcionarios y derechos y libertades haciendo como de bóveda del templo de todos. Eso estaría bien, que se nos quedara esa imagen, no la de generalones contrachapados, no la de bailarines de una baraja, no la de vendepatrias de ocasión.