Siempre ha sido patrimonio de una parte de la izquierda provocar la alarma social mentando a la derecha, recuerdo el Dóberman agresivo con el que anunciaban la llegada del PP en 1996, cuando las encuestas aseguraban la derrota del PSOE. Hoy de nuevo se impone el mal llamado “cordón sanitario”, eufemismo que supone un aislamiento social y político de una ideología por ser contraria a la propia, en este caso Vox es el objetivo. No se dan cuenta que cuánto más le descalifican, le atacan y le denigran, le hacen más fuerte. Quién vota a Vox se considera luchador en la trinchera, políticamente incorrecto y reniega de los partidos tradicionales, por lo tanto, que estos partidos le tengan en el punto de mira solo consigue multiplicar sus afiliados.

Podemos capitanea esta algarabía intentando, como en otras ocasiones, ganar en la calle lo que perdieron en las urnas. El eslogan es sabido, si no consigues más escaños para los tuyos, rodea el Parlamento. Desoyen a los 400.000 votantes andaluces de Vox y se olvidan que la política de ultra derecha de este partido no la hemos visto en la práctica, solo la conocemos en la teoría. En cambio, la política de ultraizquierda de Podemos sí la hemos sufrido. Sabemos que ellos gobiernan con más ideología que conocimientos, que la simbología es más importante que la eficiencia y que su tolerancia es pequeña y termina con los que no piensen igual que ellos. Sabemos quiénes son sus aliados, quienes les financiaron en sus orígenes y dónde quieren llegar, a la tercera República española.

Muchos se preguntan estos días por qué tanta rabia por parte de los perdedores de estas elecciones. La respuesta es sencilla, porque se acabó lo que se daba

De Vox conocemos sus amigos de la ultraderecha europea y propuestas vagas y generales, impropias para un Parlamento autonómico y poco más. Los medios de comunicación le tenemos puesto el foco para interpretar, de la peor manera posible, cualquier movimiento que realicen. Cuando se publicó que querían expulsar 52.000 inmigrantes ilegales como condición para firmar el acuerdo de Gobierno en Andalucía, también era una fake news. Lo que se acordó fue una petición de varios Sindicatos policiales para que el Gobierno andaluz facilitase los pasaportes o cartas de identidad de esos 52.000 inmigrantes ilegales, que tiene en su poder el Servicio Andaluz de Salud y así facilitar su identificación por motivos de seguridad. Los periodistas tenemos la responsabilidad de no participar de esta caza a Vox, siendo igual de críticos con ellos que con Podemos y el resto de partidos.

El nuevo parlamento andaluz lo ha cambiado todo, es una bocanada de aire fresco. Me contaba Cayetano Martínez de Irujo que vive en su finca cerca de Sevilla: “Hasta los obreros y campesinos se alegran de este cambio político, vivíamos con un sistema tóxico y el cambio era absolutamente imprescindible en Andalucía, el progreso estaba paralizado”. No le falta razón cuando tras 36 años de gobierno del PSOE, Andalucía seguía siendo la comunidad con la mayor tasa de paro de España, con el mayor abandono escolar y peores resultados académicos, la que invierte menos en Sanidad pública, y a la vez la que más ayudas ha recibido de la Unión Europea, más de 100.000 millones de euros. Sin embargo, sigue siendo junto a algunos países del Este una de las regiones más pobres de Europa.

Hoy en el Parlamento Andaluz hay 63 caras nuevas. De los 109 diputados, 57 hombres y 52 mujeres. Muchos llegados de la esfera privada para ocupar sus escaños durante unos años, a menudo ganando menos sueldo y con vocación de servicio. Tenemos desde un sumiller profesional hasta un ex seleccionador nacional de baloncesto. Y la presidenta del Parlamento, Marta Bosquet, abogada de Almería, buena bailaora de flamenco que vive en un pequeño apartamento en Sevilla, separada con dos hijos y una perra.

Por fin personas como el resto de los españoles, que emprenden y no viven del dinero público, que pagan nóminas y no cobran del partido, personas normales que no pertenecen a la élite de la sociedad andaluza del PSOE. Esa es la lección que no ha querido escuchar Susana Díaz, mujer de origen humilde hija de un fontanero y una ama de casa que a los 23 años se metió en las Juventudes del PSOE y ahí sigue, sin haber conocido nunca lo que es crear una empresa o emprender un proyecto profesional privado.

Muchos se preguntan estos días por qué tanta rabia por parte de los perdedores de estas elecciones. La respuesta es sencilla, porque se acabó lo que se daba.