Se dice que los debates sirven para que los indecisos tomen una decisión. Con esa premisa, el que vimos anoche, por ser el único y celebrarse además a seis días de las elecciones, cobraba un valor especial. Según los expertos en sondeos, un 30% de ciudadanos no sabía hasta ayer a qué partido iba a votar. Pues bien, después de lo visto anoche en televisión, es probable que ese porcentaje sea hoy aún mayor.

El presidente era el que más se jugaba en el envite. Después de todo, él es el máximo responsable de la repetición de los comicios, operación que llevó a cabo con el objetivo de lograr una mayoría suficiente que no le hiciera depender de Unidas Podemos ni de los independentistas.

El plan no parece haberle funcionado ¿Qué es lo que dice la media de los sondeos? Que el PSOE logrará a duras penas repetir el resultado del 28 de abril (123 escaños); que el PP sube (superando los 90 escaños); que Unidas Podemos pierde fuelle pero no se hunde (34 escaños frente a 42); que el que se hunde es Ciudadanos (pasaría de 57 escaños a 18), y que el gran beneficiado de la repetición electoral sería Vox (que pasaría de 24 escaños a 41).

Con ese dibujo, a pesar de que en Moncloa siempre tienen encuestas que contradicen al resto de las encuestas, estaba claro que el debate era esencial para Pedro Sánchez. Un triunfo claro podría darle al presidente el empujón que necesita para elevarse por encima de los 140 escaños y demostrar que la repetición electoral no ha sido un desastre, además de para el conjunto del país, también para su partido.

Pues bien, si aceptamos que eso es así, el resultado no pudo ser más decepcionante. Sánchez apareció apático, a veces un punto despreciativo con sus adversarios, y se limitó a lanzar anuncios como si estuviera en el Palacio de la Moncloa tras un Consejo de Ministros. Eludió el cara a cara y sólo pareció salir de su letargo cuando sacó pecho por la exhumación de Franco y anunció una ley contra la apología del franquismo.

No es de recibo que, en una situación de bloqueo político sin precedentes, el presidente no supiera o no se atreviera a contestar a la pregunta de si pactará o no con Oriol Junqueras o Arnaldo Otegi.

Su baza contra el bloqueo fue tan simple como tramposa: que gobierne la lista más votada. Como si el sistema español permitiera a un gobierno sacar adelante una legislatura recurriendo exclusivamente a los decretos. El gobierno, para que sea estable, para que sea fuerte, como reclama con insistencia Sánchez, necesita de una sólida mayoría parlamentaria. Y eso es justamente lo que, según los sondeos, no va a haber en España después del 10-N. Los números cantan: la izquierda sumará 159 escaños (incluyendo el voto regalo de Revilla) y la derecha 155.

Sólo habrá dos opciones. O bien un gobierno de izquierdas (PSOE más UP), con apoyos de PNV y ERC (que sumaría un total de 180 escaños). O bien un gobierno en minoría del PSOE con la abstención de PP y de Ciudadanos.

Pero, si el presidente no logró su objetivo -aparecer como un hombre de Estado, como el político que necesita España para afrontar una situación compleja, con Cataluña en llamas y una nueva crisis económica en puertas-, el resto de los líderes tampoco estuvo a la altura.

Sánchez no logró aparecer como el hombre de Estado que necesita España para hacer frente a la crisis de Cataluña y a la desaceleración económica

La verdad, todo hay que decirlo, es que el formato no ayudó. Demasiado largo, bloques cerrados,... En fin, un tostón.

Albert Rivera quiso marcar la pauta en todo momento, recurriendo a fotografías, cuadros, datos y adoquines. Le pudo la ansiedad y no supo responder a la pregunta clave: ¿por qué razón habría que votarle ahora si no ha sabido qué hacer con 57 escaños, como tampoco supo qué hacer tras ganar las elecciones en Cataluña?

Era también una gran oportunidad para Pablo Casado. Lo intentó, a veces consiguió brillar, pero quedó desdibujado, emparedado, entre el ímpetu estéril de Rivera y la tranquilidad devastadora de Abascal. El líder de Vox fue quizás el político que tuvo más claro qué tenía que decir y a quién tenía que decírselo. Dijo muchas barbaridades, pero son las que se escuchan a veces en el bar o en la calle, contra el estado de las autonomías, contra los inmigrantes, etc. El presidente del PP debería haber marcado distancias con Abascal de una forma mucho más nítida, como el jefe de la derecha liberal y proeuropea que pretende ser. Le faltó fuerza e incluso convicción. Mientras que Abascal machacó a diestro y siniestro sin misericordia.

Pablo Iglesias, que suele ser efectivo en los debates (es una de las pocas cosas que hace bien), ayer no tuvo su mejor día. No sabía si atizarle duro a Sánchez o perdonarle la vida. Se pasó con Abascal cuando quiso retrotraernos a la España de los años 30 como si hubiera sido una película de buenos y malos. Y, para concluir, cerró con el mismo recurso que ya había utilizado Irene Montero en el debate del día 1: una carta lacrimógena de autora anónima.

No hubo un ganador, no. Pero sí un claro perdedor: el presidente que ha metido al país en un callejón sin salida.