Pablo Iglesias subía llorando las escaleras del Palacio del Congreso, alfombradas de lirios ardiendo y de yemas de oro. Acababa de abrazarse hacía un momento, en el Hemiciclo, con Pablo Echenique, después de que todo estallara, los aplausos de tenor, la piñata progresista en los escaños, los grititos de boda de futbolista. Y Pablo Iglesias aún seguía llorando, con los ojos rojos, como branquias, cuando me lo crucé luego por aquellas escaleras dobles, partidas y adornadas como un dosel de trono. Iba con sus colaboradores o monosabios, entre el desmayo y la sillita de la reina, a llorar más acolchadamente por la galería, o al despacho, o al baño, no sé. Y pensé que no estaba feliz o emocionado como un político, sino como una miss o una madre de tonadillera o un chiquillo de Máster chef. Impresionaba porque uno sólo llora así cuando ha conseguido lo que quería en la vida, una tiara o un casamiento o el cielo que pretendía asaltar. Iglesias ya está cumplido. Subía esas escaleras con falsos Poseidones y luz de carroza y silencio de cofre, sabiendo que era ahí donde había querido estar siempre para hacer lo que había querido hacer siempre. Y que lo iba a hacer.

Pablo Iglesias llorando como un atleta que gana por fin la carrera de sus sueños mereció más mi atención que Pedro Sánchez, al que todos esperaban después de la votación en el pasillo principal como para tirarle arroz. Todo había sido como una discusión consigo mismo, un poliamor consigo mismo y al final una boda consigo mismo. En ese complicado camino, había conseguido que el PSOE votara entusiasmado lo contrario a lo que, con el mismo entusiasmo, había defendido antes. Pero no es cuestión de contradicciones, sino de puro amor al sanchismo, que es así, canalla, loco e irresistible. El comunismo no es progresista. El nacionalismo, republicano o carlistón, no es progresista. Pero eso no tiene mucha importancia porque Sánchez tampoco es progresista.

Ya tenemos presidente, por supuesto, sin tamayazo, sin héroes que se tiraran desde su escaño como desde un viaducto hacia dientes de niebla. “Ahora vamos a una investidura, ¿no?”, contestaba Aitor Esteban al entrar, cuando le preguntaban precisamente si habría investidura. Esteban hace últimamente en el Congreso un como humor de padre o de Arguiñano que queda siniestro porque lo usa para defender naciones de Fichte, de casco alemán y de pellejo viejo de sangre e historia. Todo eso que ahora, por supuesto, también es muy progresista.

La investidura había desembocado ya en un definitivo ambiente de apertura de rebajas. España entera estaba de rebajas, los trenes bala a Teruel, la ley con la pata quebrada en Cataluña y las fiestas con palitroques y osarios para los presos de ETA estaban de oferta hacía ya bastante. Pero el día de la votación definitiva había llamado a señoras, ansiosos, parientes, invitados orgánicos, alguacilillos de partido, costureras de logotipos o yo qué sé, y que hacían cola en el Congreso con la nariz pegada a las puertas. Aquello parecía un centro comercial o el asador del convite de una boda, la boda de Sánchez consigo mismo después de muchos y románticos desencuentros con su propia persona.

En las rebajas de España, hasta Pablo Iglesias estaba por allí ya como probándose trajecitos de ministro, que de momento le quedan como a Gabino Diego

            En las rebajas de España, hasta Pablo Iglesias estaba por allí ya como probándose trajecitos de ministro, que de momento le quedan como a Gabino Diego o algo así. Por la tribuna de invitados, también Monedero parecía probarse secretarías o carguitos contemplándose en aquellos dioses con pajarraco del techo. Se había traído, por cierto, un libro de Gramsci, que parecía hacerle de lastre ideológico, como para seguir en el suelo del comunismo y no terminar volando en globo por esa decadente democracia capitalista. En las rebajas de España también está de oferta el humor. La gente ya se ha tragado de todo, así que Sánchez está en una fase como de recochineo zen. Por eso habló de unos últimos años con un gobierno que “no estaba en plenas facultades” (perfecto autodiagnóstico) o del bloque opositor como una panda “heterogénea” y “antisistema” que prefiere “el berrinche a la convivencia” (no como Podemos, ERC o Bildu). Sánchez haciendo malabares ya sin manos, ya sin pies. Supongo que nunca volveremos a verlo así.

Sánchez se gustaba, claro que se gustaba. Cuando habló él o cuando no escuchaba a los otros. Ante Casado, se miraba las uñas como una peluquerita. Ante Arrimadas, boqueaba y se miraba la punta de los zapatos, en los que el Congreso le debía de hacer brillos achampanados o quizá es que se le reflejaban, como en un espejo de Rubens, el arco de Cupido que hacen sus cejas y sus morritos en flecha. Supongo que todo eso es una manera de recargarse de autoestima para cuando te humille ERC. Montserrat Bassa dijo que “le importa un comino la gobernabilidad de España” y que el PSOE es tan “verdugo” como los jueces. Pero a Sánchez apenas se le mueve ya el gañote en esa lenta deglución, como de planta carnívora, de todo lo que le hacen tragar.

Desde arriba, otra invitada o sufridora de Un, dos, tres, Susana Díaz, consumida o esposada, miraba la humillación con cara de habérsele atravesado el alambre de un pinchito. A su lado, Iceta consultaba mucho el móvil, pendiente ya de otras cosas, porque lo suyo en el Congreso ya estaba hecho. Apenas se miraban en una cercanía como electrificada. A Susana la vi el otro día como un muñeco de nieve derritiéndose, y esta vez la vi como un ave con las alas rotas, allí, mirando sin poder lanzarse en picado. Cuando llegó la apoteosis, aplaudía como aplaudiría Letizia un ballet o un discurso de la Reina Sofía. También estaba Ada Colau, que había traído a su ministro designado, Manuel Castells, como quien trae un globito en la mano. Castells tiene esa pinta de busto de alguien que ha financiado toda una biblioteca sobre el pensamiento débil. Será el gafapasta que empezará a teorizar desde el Gobierno sobre la demolición del actual marco constitucional.

La única esperanza es que Sánchez sea Sánchez y les engañe a todos, otra vez. Y que no tarde demasiado para que no haga mucho daño

Pero lo que importaba era eso, la apoteosis de Sánchez, es lo que estaban esperando. Todos de pie, vítores de torero, selfis con la uve más fiestera que churchilliana, muchas diputadas que tiene Sánchez así como grupis que luego salían del Hemiciclo agarraditas o saltando como colegialas, y otros diputados y compañeros de partido que se abrazaban como tunos o marineros. Había gente que se saludaba al salir de los servicios con el “sí se puede”, como partisanos que mean juntos, y un barullo como de suegras encoñadas con Sánchez que habían venido a verlo, a besarlo, a hacerle fotos o a entregarle una empanada, abarrotaba el patio.  

            Acabados el paripé y la fanfarria, ahora empezará lo duro de verdad. Porque los socios de Sánchez tienen pensado, como buenos revolucionarios que revientan sistemas desde dentro, que comience pronto el choque de legitimidades. Ya lo hemos vislumbrado: la falsa disyuntiva entre democracia y legalidad, entre poder judicial y ejecutivo/legislativo, el “vivir la identidad territorial”, que dijo Iglesias con paseíllo de aplausos, contra la igualdad de todos los ciudadanos. Y cuando una de esas legitimidades sea señalada como “enemiga del pueblo”, ya estará todo hecho, ya saben ustedes lo que pasará.

Yo creo que por eso lloraba Iglesias, de felicidad plena, con mocos desde el corazón y ojos encebollados, subiendo esas escaleras tapizadas de bosques aplastados y coronas machacadas, pensando en cómo había llegado de las pintadas cervecerocomunistas y los escraches del campus de Somosaguas a una vicepresidencia desde la que hacer la revolución. En ese mismo momento, Sánchez iba ya como de camino al convite de su boda griega, con toda su corte buscando el mesón y el karaoke. La única esperanza es que Sánchez sea Sánchez y les engañe a todos, otra vez. Y que no tarde demasiado para que no haga mucho daño. Puede que entonces ya no sea capaz de engañar a nadie más y el sanchismo termine también llorando por esas escaleras con oros y granadas resbalados como peces, aunque no sea de felicidad.