A alguno no le va a llegar el virus de puritito macho, o porque su imperio aún está protegido por mosquiteras, o porque guarda fusiles junto a las latas de alubias y la Biblia blindada. Pueden ser López Obrador, Bolsonaro, Trump o Boris Johnson, que han pasado por esa fase de invulnerabilidad adolescente o aún están en ella. López Obrador, desde un patio con colores y plantas de tucán (todo en México, sea su pintura o sus cantinas o sus muertos, tiene colores de tucán), ante una mesa bien puesta de carne, papas y salsas, y hasta con una mujer contemplativa, silente, decorativa y típica como un cactus con poncho; López Obrador, en fin, con camisa blanca y despatarre de sobremesa, les decía a sus compatriotas que “se relajaran”, que llevaran a sus familias “a las fondas”, que eso “fortalece la economía”, que aún están en la primera fase y que ya “el presidente” (en tercera persona de Lopera) les avisará si hay que hacer algo más.

El presidente mexicano aún saluda “de mano” y se da abrazos con empapado de guayabera, cosa que defendía su camarada Gerardo Fernández Noroña en un vídeo casero o gazpachero o vermutero: “Relájense. A mí en todos lados me regalan su pinche gelcito… No lo quiero, no lo necesito, no me va a dar esa chingadera, y si me diera no me va a matar, y si me muero, pues ya…”. Luego, como un predicador con revólver, añadió: “Son creyentes, ¿por qué se angustian de que van a ir a encontrarse con su divinidad? Si además saben que es el ciclo de la vida…”. Una especie de hakuna matata con tequila, cadáveres y cinismo. Como ese mariachi pistolero de Antonio Banderas.

A algunos les va a tener que pasar el virus por encima como una gran bola rodante. Aquí también ha ocurrido, hasta que la realidad fue innegable

Estos seres invulnerables pueden ser de izquierda o de derecha, si acaso se pueden hacer estas divisiones en el delirio. A Bolsonaro, la consultora política Eurasia Group lo ha elegido “presidente más ineficiente del mundo” contra el coronavirus. Igual que Echenique, Bolsonaro llamó a esto “gripecita”, pero no al principio, cuando el político acaba de coger su catecismo por su primer mandamiento, la negación, sino cuando ya se podía ver lo que el virus iba haciendo por el mundo como una grúa de demolición. “¿Van a morir algunos? Sí, van a morir. Pero no podemos crear este clima… Perjudica la economía”. Eso decía Bolsonaro en una entrevista, con su cara siempre encendida, como esos comilones de la picaresca, o sea, seres atrapados en sus necesidades básicas como en un pellejo de tripa. “Para dar satisfacción a su electorado, toman medidas absurdas, cerrando tiendas o incluso iglesias, esa iglesia que es el último refugio de las personas”. Luego, añadía que “el pastor sabe conducir su culto” y “cuándo la iglesia está demasiado llena”. Era cómico, como lo suele ser lo terrible.

Trump también se reía del virus, pero es que Trump se ríe de todo, como el niño que está descubriendo el mundo, que ve por primera vez una teta o un pajarillo muerto. Trump no está atrapado por sus necesidades básicas, sino por sus conceptos básicos. Extranjero, pequeño. Ajeno, en todo caso. Y susceptible de pararse como todo lo extranjero, con un policía gordo, metalizado y toroide, o con un muro alto, afilado y rondado de helicópteros como águilas de bandera o de equipo de la NFL. Boris Johnson creo que ha sido el más científico en la anticiencia de sus creencias. Parafraseando a Nietzsche, cuanto más pretende acercarse la superstición a la ciencia, más aumenta lo que tiene de criminal. Su modelo de virus descontrolado y libre se parecía a la ideología del dinero, pero esta enfermedad se retroalimenta hasta el caos más rápido y más vorazmente incluso que la ambición.

Se van dando cuenta antes o después, y a algunos les va a tener que pasar el virus por encima como una gran bola rodante. Aquí también ha ocurrido, hasta que la realidad fue innegable. Ahora, a los muertos hay que dejarlos en palacios de hielo, como limbos de alguna mitología nórdica. No hay seres invulnerables, ni por la naturaleza ni por la superstición ni por la ideología. López Obrador o Bolsonaro no se ven protegidos por arrogancia, o por esa religiosidad como de hechizo de comadrona, por su pelambrera pectoral como esas pelusas de algodón que les ponían a los bebés para el hipo. En realidad, se ven protegidos por la ideología. No de la derecha o de la izquierda, sino esa ideología superior y también invulnerable que dice que la realidad es una construcción política, un discurso, un relato.

Si se puede convertir un bulo en una realidad, como con el Brexit, también se puede convertir la realidad en una invención, sea el cambio climático con lejanía de lloro de bebé ballena o el coronavirus con lejanía de todo lo invisible. Hay quien termina tan convencido de que de verdad puede moldear la realidad a su voluntad política que se enfrenta al Apocalipsis con un chupito o con un rifle o con una revolucioncita. O con un posado. Algunos van despertando. Incluso los vemos todavía un poco dormidos, por aquí. Ahora nos espanta AMLO en su patio, con colores y ademán de camaleón, animando a bajar a la tasca. Pero sólo hace un par de semanas que nosotros estábamos igual, con el botellín, el sombrajo, el jolgorio y el mariachi.