Parece que la curva se va aplanando, aunque los muertos terminen en chimeneas industriales o en neveras municipales, escondidos tras eclipses de hielo y silencio, como sarcófagos espaciales sobre los anillos de un planeta. Se empieza a hablar de esperanza, aunque los médicos todavía se tengan que vestir de payasos con aljofifa en la cabeza, y al Gobierno se la peguen con costo de tercera, y se anuncien decretos sin redactar y sin terminar que dejan al españolito sin saber si tiene que poner el despertador o buscar ya el disco del Dúo Dinámico. Parece que la curva se aplana entre el milagro de los balcones como el Encantamiento del Viernes Santo, el misterio de una mortalidad que no se corresponde con los contagios y la guía de un Gobierno cuyo único mérito ha sido, hasta ahora, encerrarnos en casa y esperar a que el virus pase como la plaga egipcia y sobrenatural que es. 

Los que pueden se esconden del bicho en casa, y eso es lo que ha funcionado, porque fuera sólo hay caos. Caen nuestros mayores en las residencias como guillotinados por sus leves visillos, caen los militares y guardias civiles que van a pecho descubierto, cae el reponedor de conservas como un ingeniero de Chernóbil, cae el personal sanitario que se tiene que proteger con plástico de calabacines y mandiles de pescadero, cae el que va con el virus al hospital y no tiene sitio ni en los percheros, y cae el que no va con el virus pero se lo come allí como si hubiera lamido sus retretes. Esto, la verdad, ni es milagro ni es ciencia ni es política.

Los que pueden se esconden del bicho en casa, y eso es lo que ha funcionado, porque fuera sólo hay caos

El que puede se queda en su casa sin tocar ni al repartidor, santificando de desinfectante los picaportes y los briks en una ceremonia lenta y macabra, como esos clérigos que bendicen tanques, y rezando para que no le dé un cólico y tenga que ir al hospital donde todos parece que van con los sesos al aire, en la fiesta caníbal del virus. El que no puede quedarse en su casa sale a la ciudad radiactiva protegido solamente como por crucifijos, ajos y demás remedios de barbero y de santera, porque poco más hay. O sea que sale sin ninguna protección, a sortear el contagio mirando de reojo y esquivando gente como gatos negros. Ya me dirán ustedes qué clase de estrategia novedosa o sesuda o técnica es ésta, que sólo consiste en meterse en el agujero y en correr más que el bicho. Para esto no hace falta ni tanto ministro nuncio ni tanto comité pensante ni tanto pecho de lata ni tanta cienciología de Powerpoint. 

Parece que se aplana la curva y es desde luego por el Gran Encierro, además de porque nuestros médicos ya hacen milagros con las manos desnudas, como profetas o alfareros del Génesis. Yo no creo que vaya a pasar nada porque las hormigoneras se paren 9 días, así que la última medida me parece bien, aunque Pablo Iglesias salga en Twitter haciendo reverberar el artículo 128 de la Constitución como si fuera un versículo del apóstol San Juan (eso de que toda la riqueza está subordinada al interés general y tal). Iglesias está en el púlpito y dice cosas de púlpito, pero todavía está por ver que un rayito de vidriera sea lo mismo que el poder divino. 

Creo que recordaremos más la tragedia que los aplausos en los balcones y que los médicos salvando vidas con desatascadores

Todo sigue basándose, ya ven, en encerrarnos un poco más o un poco menos, y el resto de lo que hace el Gobierno es política y ciencia de carraspera, que ya hasta el mismo Fernando Simón se ha contagiado como si fuera el canario de la mina. A pesar de todo lo que me carga a mí esa gente balconera que se siente heroica y castigada como un galeote, que asume el encierro pero gime por estar atrapada en un infierno de botellines y Netflix, esos agobiados de estar en casa como un indio encerrado, que te dicen que todo esto pasará pensando en el bar más que en los hospitales, todos esos grandes sacrificados de la batamanta y la banda ancha, todos esos aburridos no de la tele, sino de no poder dar la lata a los demás (algunos la siguen dando); todos ellos, en fin, y los demás ciudadanos simplemente cívicos, pacientes o acojonados que se quedan en casa, ésos son los que están venciendo al virus.

Nos acercamos al pico, parece que empezamos a doblar la gráfica como un pirata dobla el Cabo de Buena Esperanza, y ahí estamos todavía sin material y sin respiradores y sin test rápidos y sin sitio para que los vivos sigan vivos ni para que los muertos se caigan muertos. Y ahí sigue el Gobierno con sus españolísimos decretos y facturas muy publicitados y muy chapuceros. Al final es lo que decía yo hace unas semanas, se va a dejar morir el virus al sol, mientras come cerebros hasta que, simplemente, se acaben los cerebros que comer. Y el Gobierno no habrá hecho más que mandarnos al agujero, a soplar al bicho desde los balcones y a fabricar menaje de hospital en casa, como el que monta bolígrafos o cultiva setas. Parece que vamos a doblar la curva, pero lo vamos a hacer sin ciencia ni política, salvajemente, como el pirata o el balsero, y con demasiados muertos en la sentina. Sí, hay esperanza y hay épica. Aunque creo que recordaremos más la tragedia que los aplausos en los balcones y que los médicos salvando vidas con desatascadores.