El niño, en llamas de colores como los perrillos al sol, no iba a salir a coger las margaritas de la primavera, sino que se iba a ir al supermercado, a respirar sus virus que allí huelen a quirófano de pepinos. El Gobierno, que mata bulos a cañonazos y quiere quitarse de encima la epidemia con payasos y con militares que parecen jefes de carteros, también quiere quitarse de encima a los niños, el problema del niño en casa maquillándote con nocilla y metiendo a vivir allí también a Peppa Pig. Pero pensar algo especial para los niños es complicado o da pereza, así que al Gobierno de las ocurrencias sólo se le ocurrió para los niños, al principio, lo mismo que para los mayores, los peligros y los miedos y los temblores de los mayores.

El niño no iba a ir a la calle a perseguir pelotas con lunares de mariquita, sino que el Gobierno había decretado que fueran mejor al supermercado, con luces y atmósfera de escape nuclear (los brócolis siempre parecieron plantas mutantes), con colas como de leprosos a los que se les cae un guante como su mano de aguamala, blanca y muerta; con gente ahogándose por los ojos de no querer respirar, con el bicho columpiándose en el aire como un ambientador de pino, pegándose a los carritos como un moco y al paladar como un caramelo de café con leche; todos comprando con ese miedo a que te salga el virus allí mismo, en ese como hospital con turnos y ruedines de hospital, que te salga el virus en el mismo súper como si te hubieran hecho una radiografía mortal al poner los pimientos en la báscula o al pasar por la caja.

Los niños, la desescalada, la economía, las mascarillas, los test, el virus, los muertos, van pasando así por un Gobierno sin plan y sin seso

 El niño no iba a ir a mirar a las palomas que se inventan fuentes municipales en el aire, sino que iba a tener que ir al súper, que es lo que dijo el Gobierno. Tenían que ir al súper, a buscar siempre como la última cena; o al banco, a pedir prestado otra vez, como cuando se empeñaban hasta las muletas; o a la farmacia, o al ambulatorio, o al mismo hospital para que la excursión durara más. En todo caso, el niño tenía que incorporarse al gentío, a la aglomeración y al terror de los mayores, porque si no al Gobierno se le descuadraban aún más esas cuentas suyas ya descuadradas, sus cuentas de gente por la calle o en casa, gente viva o gente tiritando o gente muerta, o gente que no se sabe si está viva o muerta.

 El adulto ya iba al supermercado y al estanco igual que a la guerra, con máscara, foto de cuando novios, estampita del santo y una compra siempre como el último encargo o el último vicio de la vida. A ver por qué no iban a ir con él los niños, que al fin y al cabo son ya niños de la guerra y conviene que vayan sabiéndolo, que vayan tiznándose de muerte y pan negro porque pronto tendrán que votar a quien los salvó. Como niños de la guerra o la posguerra, a lo mejor terminarían acompañando al padre hasta la tumba o al menos hasta la obra, a mojar un ladrillo como una galleta dura, a trabajar con carretilla o de ladrón de bicicletas, o a romper cristales como un huérfano de Charlot.

 El Gobierno no sabe qué hacer con los niños, como no sabe qué hacer con nada, ni con el virus ni con los suministros ni con los generales que lloran lágrimas como estrellas de condecoraciones por haber dicho una verdad inconveniente. El Gobierno no sabía ni qué hacer con las peluquerías. Sí, no saben qué hacer con los niños y, en la rueda de prensa tras el Consejo de Ministros, María Jesús Montero, que tiene aire de madrastra, parecía que se los quitaba de encima exactamente como una madrastra de cuento, mandándolos a la calle a mendigar o a barrer o a servir a un latero.

A los niños se los llevaba una madrastra, o se los llevaba Sánchez que parece el flautista de Hamelin; se los llevaban a cualquier lado para que no estorbaran no a los padres, sino al Gobierno, que ya no sabe qué hacer con nada, menos con los niños agarrados al moño. El niño, con el sol como mariposas en el pelo, no iba a salir a segar las margaritas de la primavera con un triciclo, sino que iba a ir al supermercado, al mundo adulto amontonado de miedos y miasmas. El niño, como es un niño, iría corriendo a acariciar al virus como a un cachorrito, a jugar con la misma muerte como al escondite o a las aguadillas. Eso había pensado el Gobierno.

Así iba a ser esto, así fue de hecho durante bastantes horas. Y si creemos la metodología del Gobierno, iba a ser así por la Ciencia, los expertos y quizá algún estudio de Oxford con letras de menú de boda. Pero no. Tuvo que salir Illa a rectificar, ya tarde, negando o recolocando lo del día como si hubiera sido una fiesta de juguetes. Los niños podrán dar “paseos”, ya se verá cómo. El Gobierno no sabe qué hacer con los niños, sigue sin saberlo, pero durante un rato nos hicieron creer que sabían. Como con todo lo demás. Los niños, la desescalada, la economía, las mascarillas, los test, el virus, los muertos, van pasando así por un Gobierno sin plan y sin seso, un Gobierno que tiembla como esa margarita de niño en medio de la guerra, una guerra hecha con discursos y pastelitos, una guerra que ellos agravan cada día con su incompetencia. No hemos salido al aire, ni a la victoria, ni siquiera a la esperanza. Todos somos, todavía, niños de la guerra y pobres cerilleros de este Gobierno madrastra.