Pablo Iglesias habla ahora muy bajito en sus mítines, como para que no se enteren los espías. Yo diría que no sirve para nada porque el espía seguramente lo lleva ya él sobre la chepa, como un espía de Gila. Pablo Iglesias habla ahora muy bajito y camina muy despacio, como imitando pisadas de oso. El micrófono le hace de linterna en la cara, igual que esos monitores de fogata de campamento que cuentan su historia de miedo. Iglesias habla ahora como entre grillos y ramitas que crujen. Antes, cuando iban a tomar el cielo por asalto, Iglesias gritaba, Iglesias declamaba, se enfadaba y se encaraba como hacen los raperos, así como quitándole la gorra al otro. Pero ahora lo enchufa Ferreras en directo y lo vemos hablar bajito y con esa postura de reúma y chichón eternos del espeleólogo. Lo que ha ocurrido es que antes iban de orgullosos milicianos y ahora sólo pueden ir de víctimas.

Los que antes iban a derrotar al Capital y al corrupto Régimen del 78 como a los Cien Mil Hijos de San Luis, a ese ejército de alabardas, mastines y pelucas, ahora dan el parte desde el mostrador de estanco del Gobierno y van de casoplón, segurata, enchufe, bando, fajín y hasta titi con corsetería puesta. Esto no se puede explicar fácilmente, o no se puede explicar. Pero ante esta gran aporía de una revolución popular que termina en comodita con huevazo de Fabergé, de una democracia de azulejo de calle que acaba en papado de señoro pichabrava; ante la inconsistencia de un proyecto que se ha negado a sí mismo hasta quedar sólo esa coleta heráldica como de caballo de Ivanhoe; ante esto, decía, caben dos actitudes. Una es la de Sánchez, que ni siquiera disimula que no le importa la coherencia. La otra, más clásica, es la de Iglesias, que aún busca un culpable morrocotudo que convierta al otrora glorioso héroe, inminente de victoria, en víctima y santo mártir arrastrado por los tablaíllos.

Este enemigo de Iglesias, según dicta la tradición, debe ser imbatible, para que siga justificando la interminable lucha; debe ser omnipresente, para que cualquiera, en un momento dado, sirva como coco y espantajo; debe ser lo suficientemente poderoso para poder frustrar el edén prometido pero, claro, a la vez lo suficientemente torpe como para que no consiga arrebatarles del todo el poder. Lo del papado de Iglesias no era una comparación exagerada, porque este enemigo, tan convenientemente ladino, ungulado, membranoso, insistente y fracasado, es el propio y arquetípico Diablo. Casi prefiere uno ese descaro de Sánchez, ese ignorar por completo la razón y ese poner sin más su mandíbula proal y hormigonada, como un monumento soviético a sí mismo, antes que ese recurso de fraile campanero por el que ha optado Iglesias.

Lo que ha ocurrido es que antes iban de orgullosos milicianos y ahora sólo pueden ir de víctimas

Todo el poder del Capital como un sanedrín de Tíos Gilitos, del Régimen del 78 como una baraja española de dinero, mantos y espadines; del Ibex 35 como un robot del Doctor Infierno con ese nombre; todo eso al final se puede quedar en un periodista con carpetilla de números y recortes, o sea en Vicente Vallés. A Vicente Vallés no le puedes rebatir nada, pero tampoco a un Diablo volteriano, y no por eso deja de ser el Diablo, o más aún, precisamente por eso es el Diablo.

Todo el mal puede ser un periodista con manguito de telegrafista, que a veces Vallés parece eso cuando te cuenta lo que ha pasado sin que haga falta ningún comentario, como no necesita comentario la hora de llegada de un barco. A veces el mal es alguien que toma nota y molesta, o pueden ser lorquianas y difusas sombras de cruz de cementerio o de tricornio. Pero es la ventaja de que el mal esté en todos lados, que el Diablo puede ser una pequeña horquilla de mujer o un gran Gólgota de horror, según lo que tenga a mano el pastor.

Podemos no venía a hacer la revolución que decían, porque se han puesto gordos como los demás, trafican con ropones y simonías como los demás, usan sicarios y escribas y mercedes como los demás, tratan al pueblo de tonto como los demás, y hasta tienen pornochachas y queridas de mercería como los demás. A lo mejor venían a hacer una revolución, pero era otra, o era la de siempre, la que acaba como acaba. Al final, el tipejo de la cloaca se ha guardado la misma tarjeta que se guardó el macho alfa, y es el tipejo que se reía con eso de la “red de información vaginal” con su compañera de gabinete y jefa de fiscales, que iba de cocinera a fraila de ida y vuelta. Al final las puertas giratorias te abanican, y el feminismo se pasa por la piedra, y los fiscales quedan con tu abogado en covachas de aljibe, y estás en la mesa de los espías de verdad, no de los que van de lagarterana.

Al final estás hablando bajito, con dolor de riñones de tener al falso espía en la chepa, con yugo y lascivia de víctima virtuosa. Y ya ni te acuerdas de haber gritado tanto tu persecución en aquel regreso mosaico, frente al Museo Reina Sofía como una escultura de soplete sobre el histórico y sufrido obreraje. Al final sólo puedes ser víctima, víctima ya sin voz y sin fuerza. Eso, o alguien que fracasó o que mintió. Así que te agachas, hablas bajito, caminas despacio y finges zarpazos de oso y sustos de búho, entre adolescentes de mochilita, quinqué y malvavisco, y para tu propio telediario.