Las sesiones parlamentarias se han convertido en broncas tabernarias. El insulto, antes incidente aislado, ahora es práctica habitual. La descalificación es la norma. El argumento brilla por su ausencia ¿Dónde ha quedado la cortesía parlamentaria? ¡Bah, qué cosa tan antigua!

Un repaso a la sesión de control de este miércoles arroja el siguiente catalogo de perlas: "dictador", "machista", corrupto", "matón político", "terribles fascistas"... Pero ideas, pocas. Argumentos, ninguno.

El Congreso (el Senado no le va a la zaga) se ha transformado en un estudio de televisión en el que lo que prima es gritar más alto que el contrincante; lanzar, como si fuera una piedra, la frase más hiriente o grosera. Algo a lo que el espectador ya está acostumbrado porque es lo que ofrecen la mayoría de las tertulias, el zasca (horrorosa palabra) como arma, el fango como hábitat.

Si esto era el aire fresco que nos traía la nueva política, prefiero un Congreso cerrado a cal y canto a las groserías y a la chabacanería.

Hasta para insultar hay que tener cierto ingenio y, para nuestra desgracia, la mayoría de nuestros parlamentarios desconocen lo que es eso. Están allí para alinearse con los suyos, pero no les pidan que elaboren un discurso mínimamente coherente porque no saben hilar más de dos ideas.

Me niego a pensar que el país es así, porque si no el siguiente paso será despeñar a los que no opinan como nosotros. En ese sentido, señorías, ustedes no nos representan. Hay que empeñarse mucho para encontrar alguna mugrienta tasca donde los parroquianos se tengan tan poco respeto.

El Congreso es ya como un estudio de televisión, donde los diputados se comportan como exaltados tertulianos en busca del zasca más efectista

¡Cómo no van a recelar de nosotros nuestros socios europeos viendo tales algaradas! Eso sí, algunos de nuestros representantes arremeten contra Trump como si fuera un monstruo por las barbaridades que dice. Pero, si se miraran al espejo, verían que no hay mucha diferencia con lo que hacen ellos.

El presidente del Gobierno no pierde la ocasión, sobre todo cuando le interesa mostrar su perfil de hombre de Estado, de decir que "España es un gran país". Estoy de acuerdo con él: España es un gran país, y no sólo porque Nadal haya ganado el torneo de Roland Garros en trece ocasiones. Pero Sánchez, que sólo es coherente en su incoherencia, es capaz de afirmar, al mismo tiempo, que el PP "es un partido antisistema" que se ha situado al lado de Vox, que es la extrema extrema derecha. Es decir, que tenemos un gran país en el que casi la mitad de los diputados no creen en la democracia o bien quieren destruirla.

La dureza no está reñida con la corrección, con el fair play. Hemos vivido durante nuestra denostada pero afortunadamente robusta democracia algunas sesiones en las que se han vivido momentos de gran tensión (el "Váyase señor González" de Aznar marcó época), pero los diputados, con alguna deshonrosa excepción, mantenían una relación cordial. Compartían confidencias, tomaban café juntos e incluso quedaban a cenar. Ahora, esa camaradería ha desaparecido. Los diputados de Vox no se hablan con los de Unidas Podemos. Algunos de los miembros del grupo populista, familiares de asesinados por ETA, han tenido que abandonar el hemiciclo ante las andanadas provocadoras de la portavoz de Bildu, Mertxe Aizpurua.

El diálogo entre las dos bancadas más importantes, la del PSOE y la del PP, está roto. No es extraño que la negociación para renovar el CGPJ haya terminado como el rosario de la aurora. Nadie se fía de nadie. Apelar en ese contexto al consenso es predicar en el desierto.

Si vapulear de manera inmisericorde al templo de la soberanía popular es una irresponsabilidad, sobre todo en un país que ha tardado casi 40 años en recuperar la democracia, hacerlo ahora cuando millones de ciudadanos viven con su derecho a la movilidad limitado, y cuando la práctica totalidad de los españoles tiene miedo por su salud o por su situación económica, es una temeridad.

Así, la desafección hacia la clase política es cada día mayor.

La democracia puede sucumbir ante un golpe de estado; por la irrupción de un partido totalitario que, habiendo logrado el respaldo de las urnas, ha terminado por eliminar los controles del sistema; o bien, por inanición causada por el desapego de los ciudadanos, que ven cómo los políticos se alejan cada vez más de sus problemas diarios.

Apelo, pues, al respeto mutuo, a la capacidad de diálogo, en definitiva, a la política con mayúsculas para que nuestra democracia nos devuelva la esperanza de un futuro mejor. ¿O acaso, señorías, eso es pedir demasiado?

Las sesiones parlamentarias se han convertido en broncas tabernarias. El insulto, antes incidente aislado, ahora es práctica habitual. La descalificación es la norma. El argumento brilla por su ausencia ¿Dónde ha quedado la cortesía parlamentaria? ¡Bah, qué cosa tan antigua!

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