Ya llega agosto, que a uno le parece que viene como una piragua ardiendo desde Tokio, por allí por donde nos traen el sol de sartén al rojo de su bandera, más que venir de los broches dorados que le pone Sánchez a la temporada. La medalla de oro se pone el presidente, una medalla de oro como una escarapela de tuno, como una moneda de chocolate, como una paellera sin fregar, después de una de las peores gestiones de la pandemia de todo el mundo, con el Estado en subasta y con él haciendo cosplay por Estados Unidos. Pero ya llega agosto, con sus polos de delfín, con sus pies de cangrejo, con las ciudades paradas como postales de la Puerta de Alcalá, con el bicho para que hagamos con él guisos como de caracoles, o sea que nos tendremos que acostumbrar a él porque ni las vacunas ni el Gobierno dan para más. Creíamos que sí, pero este agosto no cierra nada, ni siquiera el joyerito de conchas de Sánchez, con sus medallas de un oro de esparto o de muela.

Ya llega agosto, se cerrará la ciudad como sus kioscos, se irá la gente con su sombrilla en la mano como un equilibrista, con la sonrisa de la ministra Darias perenne, como una cremallera de riñonera, y con la playa como un horizonte de avioneta. Yo creo que España ha terminado haciendo lo mismo que Sánchez, o sea hacer el agosto de siempre como el castillo de arena de siempre o el gazpacho de siempre, dejando que pase lo que tenga que pasar. Si el presidente, que es Superman, se desentiende, el españolito, que sólo es Curro el de los anuncios, aún más. La vacuna es una cosa como del mismísimo señor Pasteur y lo demás depende del destino o si acaso de las autonomías, así que qué va a hacer el españolito, quemado de oficina o del taller, si su presidente anda como de olimpiadas de parque acuático y se va a los monasterios como si fuera Richard Gere, o sea creyendo que salva al mundo con sus vacaciones en un atolón o en el Himalaya.

España ha terminado haciendo lo mismo que Sánchez, o sea hacer el agosto de siempre como el castillo de arena de siempre o el gazpacho de siempre

Ya llega agosto, el sol se mete en los culos como una rodaja de limón, las chicas en la playa tienen todas ojos de Horus, de arena y misterio, las gotas se hacen pecas y las pecas se hacen constelaciones, la gente se busca como sombra, la noche parece una palmera cargada de toda la sed del año, y a ver quién es capaz de mantenerse cívico y casto y sobrio. Quiero decir que el españolito va a hacer todo lo que no le prohíban hacer, todo lo que no le prohíban hacer con fuerza suficiente, me refiero, no con edictos que parecen encíclicas para teólogos toledanos. Por cada ciudadano responsable o concienciado, que ya es algo así como ser hidalgo o catedrático, habrá diez que irán a comerse agosto como si se comiera una ballena inmensa y muy buscada toda su vida.

Ya llega agosto, uno está ya casi escribiendo en pelota, todavía en ese Madrid que desprende un calor y un ruido de hormigonera parándose, y todo con lo que me cruzo parece provisional, pasajero, movedizo, como de tramoya, un poco como el propio Sánchez. Todo está al otro lado, el pueblo, la familia, el descanso, y no podemos ponerlo en otro sitio, todo lo hemos puesto en agosto como lo que se pone en la baca. Estamos en la quinta ola como en el quinto pino, hemos llegado a ese lugar entre la lejanía y la irrealidad pero que al final resulta ser cierto, nos hemos equivocado cinco veces en lo mismo, somos idiotas como decía el vicepresidente de Castilla y León, Francisco Igea, y ahí estamos haciendo el equipaje, planchando unas arrugas de camisa veraniega como si fueran corsés, con sensación de que es ropa de otro o de hace mucho.

Ya llega agosto, los coches huyen como mamuts asaeteados y los políticos huyen como los niños en llamas que corren por la playa hacia el agua, hacia el helado, hacia la madre o hacia algún Sorolla. El año pasado el turismo se hundía, Sánchez decía que estábamos en un “escenario de control”, Gran Bretaña nos ponía en cuarentena y yo escribía que el verano no estaba saliendo como queríamos. Podríamos decir exactamente lo mismo este año, mientras buscamos el mismo pantalón corto y horrible que viene ya con todos los bolsillos llenos de arena o de agua. Agosto nos hace conscientes del remolino que ya ha hecho el bicho con nuestra vida, es cuando queremos huir pero sabemos que no podemos huir, que llega el virus como la mosca de la sandía, como el perro de la siesta, como el niño con la palita y el cubito. El año pasado ya se asumía el virus como inevitable, así que imaginen éste en el que Sánchez ya se ha puesto la medalla de oro o de confeti, como las medallas que se ponía aquel mago, Màgic Andreu.

Llega agosto, queman los ojales, queman los semáforos que parecen cerillas inextinguibles, quema la noche que se vuelca encima como un caldero tribal de sopa de estrellitas. Llega agosto, la gente y las cosas se van como un circo que se traslada, y hay veleros por el vacío de la Gran Vía, o eso parecen sus cartelones sobre su asfalto en oleaje. Todo está al otro lado, el sur, los padres, la niñez, y unas ortiguillas que pienso pedir como para comulgarlas (en Madrid las ortiguillas saben a torta, se les va todo el sabor a mar como si se les fuera el acento). Pero todavía falta, aún me quedan dos semanas de artículos, aún nos queda sufrimiento y aún le quedan a Sánchez caracolas en el cofrecito.

Llega agosto y eso significa que todo está al otro lado. Al menos de momento, porque en septiembre nos espera el bicho empantanado, la mesa infame de la negociación con los indepes y el reparto de dinero y casquería que Sánchez hará como en el más españolísimo y tramposo de los juegos de naipes. El año pasado ya nos quejábamos igual, ya escribíamos igual, ya nos desvestíamos igual, ya nos olvidábamos igual. Y ya el presidente se perdía igual, como un barquito, y lo celebraba igual. Imaginen este año, en el que Sánchez se ha condecorado con una medalla de oro, una medalla como la bola de helado derretida en la mano o en la pechera que condecora la despreocupación y la satisfacción de los niños.