En una farmacia de mi pueblo habían puesto, por fin, un cartel anunciando que ya había test de antígenos, cosa que la hacía parecer una taquilla de los toros. Por si acaso, en la maleta de las vacaciones, como si fuera estraperlo de posguerra o jamón para el exilio del Emérito, yo me había traído desde Madrid unos cuantos test para la familia. Los test son imprescindibles, pero ahí estaba uno, sintiéndose un poco contrabandista y un poco soviético, con esa mercancía entre caviar prohibido y la penicilina que se vendía en Chicote en los cuarenta. Los test son imprescindibles pero la especulación la ha sufrido hasta el Gobierno, que los compró a 3’10 poco después de que Ayuso lo hiciera a 2’50. La especulación, la pereza o la mano negra, claro... No, lo de los test tampoco lo previó nadie. Un día estarán en un museo junto con las mascarillas hechas con cortinas, los EPI de bolsas del súper, los respiradores impresos en 3D como una figurita de Yoda, y aquel allegado de Illa igual que un indio de madera.

El Gobierno, siempre como con legañas, siempre como si Sánchez no hubiera oído el despertador, hundido y mollar en su colchón de nata de la Moncloa, ha puesto por fin tope a los precios de los test, que subían como la luz o como la derecha en las encuestas. Subían tanto, o les falla tanto el despertador / zapatófono, o les volvió a entretener tanto algún amigo de Ábalos con negociete, que de Ayuso a Darias se les encareció la cosa en 60 céntimos. Yo no creo que estén tan despistados, ni que el precio suba por cambiar de maletín en maletín, ni que Ayuso ya se les adelante siempre, con su bola de bruja y sus ojos de electroduende, desde aquella convocatoria de elecciones anticipadas. Yo creo que, simplemente, Sánchez aún está sorprendido de que hagan falta esos test.

Quién iba a decir que necesitaríamos test si Sánchez ya había decretado (otra vez) la nueva normalidad, y la sonrisa de la chispa de la vida, y el amor de botellón como un nuevo amor de charlestón. Quién iba a decirlo, con él ya centrado en la “recuperación”, el dinero europeo, la Agenda 2050 y hasta en la Agencia Espacial Española, que uno imagina con cohetes de Mortadelo y Filemón, con volante de seiscientos y porrón. Quién iba a decir que estaríamos en casa, con esa angustia del hisopo un día sí y otro también, como si el mayordomo del algodón se nos colara en las cenas y las narices; quién iba a decirlo cuando veíamos a Sánchez con esa cuenta atrás para la inmunidad de grupo que él anunciaba cada día, con sonrisa y triángulo musical, como la comida en La casa de la pradera.

Sánchez sabe que el virus está a punto de gripalizarse y entonces ya no harán falta test, sólo pastillas Juanola

A Sánchez, preocuparse por los test, por su necesidad, por su suministro y por su precio yo creo que le parece cosa de gafe. Y puede que también le parezca un gasto de faraonismo facha, como si fuera otro Zendal, con su nombre, su tamaño y su aspiración germanizante y anublada de zepelín. Una vez que habían rebrotado las sonrisas (cuando Darias dijo aquello parecía una señora de Avon, con las sonrisas verdaderamente alineadas en su cesta de barras de labios); una vez que el presidente había insistido en que no hacía falta otra cosa que “vacunar, vacunar y vacunar”, así con tonillo y manotazo reguetoneros, como si dijera “perrear, perrear y perrear”; una vez que mirábamos ya toda la pandemia como una puesta de sol, como la miraría Fernando Simón en moto (un Simón que ya ni siquiera es necesario y quizá se ha retirado, con todo su comité de expertos, a una cabaña de pesca); una vez que estábamos ahí, en fin, cómo preocuparse por unos test de antígenos que serían como test de embarazo para doña Rogelia.

El Gobierno llega tarde a comprar los test, llega tarde a limitar los precios, llega tarde en realidad a todo desde que Sánchez tiró su despertador a la piscina como Umbral tiraba los libros malos, que son casi todos. Pero yo creo que lo que pasa es que Sánchez aún confía en el milagro, no en el de la ciencia sino en el de su palabra. Para qué preocuparse por los test, para qué introducir en la cotidianidad ese desasosiego, esa permanente sospecha de infección o de desastre, esas colas ante la farmacia como ante un santo de los novios o de la escrófula, esas cajitas que almacenamos en casa como latas de alubias o de balas para un nevadón de trampero o para el mismo fin del mundo. Si Sánchez ha podido acabar con el virus dos o tres veces sólo con la palabra, podría hacerlo otra vez, y no habría que gastar dinero ni habría que asustar a la gente con esos sobresaltos de enfermera de noche con termómetro o con guante de látex que nos deja el test, ahí temblando en nuestra mesa como nitroglicerina.

Claro que el Gobierno podía esperar un poco más, comprar el test después de Ayuso, a ver qué pasa mientras, y retrasar la regulación del precio, a ver qué pasa mientras. Sánchez sabe que el virus está a punto de gripalizarse y entonces ya no harán falta test, sólo pastillas Juanola.