La recuerdo bien. Naranja, pesada, algo tosca y sin cambios con los que aliviar subidas y acelerar bajadas. Sin nombre aparente, sólo la marca: ‘Torrot’. Nada que envidiar a la ‘Orbea Furia’ (BH) y su sillín alargado interminable, la Motoretta (GAC) o la ‘Bicicross (BH) a prueba de saltos. Mi ‘Torrot’ era una joya, quizá la primera y más preciada para un preadolescente. Aquella estructura sólida que había que subir y bajar a pulso todos los días para superar decenas de escaleras de casa a la calle y viceversa, representaba la libertad. También la capacidad de descubrir mundo de modo autónomo, el cercano, el primero que se debe explorar. Después hubo otras, más livianas, con cambios para liberar peso y diseños más atractivos, pero ninguna como la primera.

Durante muchos años pensé que las bicicletas eran cosa de niños, de adolescentes. También que eran herramientas de verano sin riesgo o que no requerían de grandes posibles para poder disfrutarlas. En todo eso estaba equivocado. Lo descubriría después. Basta crecer, viajar y observar para ver en ese medio de disfrute, transporte y felicidad un indicador social, demográfico o incluso educativo. Se podría describir España por el tipo, uso y parque de bicicletas existente en cada territorio y por el perfil de sus usuarios.

Es evidente que no en todos los lugares se pedalea igual ni por la misma razón. Hay localidades donde es puro ocio estival, otros en los que es el modo de reivindicar de quienes defienden el medio ambiente y unas ciudades más saludables. Es evidente que las urbes más importantes han impulsado la bicicleta con sus sistemas de alquiler y facilitando su uso con sistemas de pedaleo eléctrico. También la bicicleta se ha convertido en deporte para jubilados aún con buena salud y en no pocos municipios es la resignación convertida en medio de transporte para ancianos de la España despoblada y olvidada sin transporte público.

Tener una bicicleta a mediados de los 80 era haber alcanzado la gloria. Sin duda era el regalo de regalos, el que se reservaba para las grandes ocasiones: el cumpleaños, la primera comunión, la superación con éxito de un curso escolar complicado… Hoy ese puesto lo ha arrebatado el teléfono móvil, la Tablet o ‘la play’ de última versión. La ‘bici’ ha quedado relegada a presente de segunda en plena infancia que con el salto a la adolescencia suele quedar olvidado en el rincón del trastero. En la preadolescencia del XXI hace tiempo que se pasó de quemar calorías a pedaladas a achicharrar neuronas a golpe de click.

Basta crecer, viajar y observar para ver en las bicicletas un indicador social, demográfico o incluso educativo. Se podría describir España por el tipo, uso y parque de bicicletas existente en cada territorio y por el perfil de sus usuarios"

Es evidente que ni la infancia ni la adolescencia actual son equiparable a la de hace cuatro décadas. En muchos aspectos ha cambiado y a mejor. No se parecen las bicicletas, pero tampoco los niños, las familias, el modo de educarlos… Ni siquiera el contexto es el mismo. Pedalear por carretera siempre ha supuesto asumir un riesgo. Lo que es evidente es que hoy lo es mucho más. Salir a descubrir mundo, a experimentar la primera libertad subido en una bicicleta tiene más peligro. Basta mirar las cifras. El parque de vehículo en España era de 13,8 millones de coches a mediados de los 80. Hoy roza los 35 millones. Por cada coche que nos cruzábamos entonces hoy casi nos toparíamos con tres. Y la peor de las cifras, los ciclistas muertos en carretera superan con mucho el medio centenar cada año.

En torno a la bicicleta se produce una curiosa paradoja medioambiental. En una sociedad aparentemente más concienciada con el respeto al entorno, cada vez se ven menos jóvenes disfrutando de la naturaleza a pedales. Hoy, cumplidos los 18, muchos ya están muy cerca de su primer coche. Desde muy jóvenes proclamamos mucho pero practicamos poco: defender de viva voz el entorno y contaminarlo subidos en un motor, y así desde muy jóvenes.

Y qué decir de hijos y padres, hijas y madres. Hoy la lista de complementos para bicicleta copa paredes completas, tiendas repletas y en muchos casos con precios asequibles. En mi infancia la inconsciencia o la irresponsabilidad inocente nos hacía sentirnos seguros. Cosas de la juventud, supongo. Cuántas carreras sin casco, descensos con frenos desgastados y regresos a casa sin luz… antes de la bronca materna. Cuántas pruebas de superación inconscientes; bajadas de escaleras interminables a bordo de la ‘Torrot’, rampas de saltos, derrapes en la gravilla, pies metidos entre los radios de la rueda al ir de ‘paquete’. Y caídas, muchas caídas. La lista de heridas, rasponazos, golpes y manillares incrustados que te dejan sin respiración. Eso te hace más duro, es evidente.

Hoy el algodón paterno-materno todo lo protege. No hay mucho lugar para el susto veraniego. Tampoco para el esfuerzo. Las pesadas estructuras son ahora ligeras como una pluma. Y los pedales casi funcionan solos gracias a los motores eléctricos capaces de superar pendientes sin sudar una gota.

La ‘bici’ ha quedado relegada a presente de segunda que con el salto a la adolescencia suele quedar olvidado en el rincón del trastero. Hace tiempo que se pasó de quemar calorías a pedaladas a achicharrar neuronas a golpe de 'click'"

La hazaña de superar un puerto, por pequeño que fuera… eso no tiene precio. Tampoco la de bajar la pendiente más rápido que el viento, mientras el cuentakilómetros/velocímetro analógico intentaba marca la nueva plusmarca. Recuerdo la primera vez que puse luz a la bici. Aquel sistema de dinamo te hacía tener que elegir; iluminar la carretera –poco o poquísimo- a cambio de un roce energético sobre la rueda que dificultaba el pedaleo. Nada que ver con los sistemas actuales.

Sin duda una bicicleta de aquellos años estaba asociada a averías, arreglos y jugar a mecánicos. De niño pronto se aprendía a cambiar una ‘zapata’, a tensar el freno, volver a ajustar la cadena, reparar un pinchazo o a enderezar la dirección. Todo con evitar llevarla al único taller del pueblo, ‘Manolo el carero’ le llamábamos.

Sí, aún hoy la bicicleta sigue siendo el aire del verano, del descanso. También su final. Hoy no sería necesario, pero hace cuatro décadas dejarla aparcada a comienzos de septiembre hasta el mes de junio del año siguiente, en un ambiente húmedo y salino, junto al mar, era un riesgo. El freno a la oxidación se podía librar de muchos modos. Durante años cubrirla de vaselina fue la solución. Un remedio pringoso, sí, pero eficaz. Pronto comenzará otro más, otro verano. Será con otra bicicleta, con muchos más años. pero con la misma sensación de libertad a pedales.