2500 millones va a soltar Pedro Sánchez en becas o en lo que sea, que lo que importa es que ahí queda ya, como en el escaparate de una administración de lotería, esa cifra hecha cartel taurino o menú del día. Sánchez ya ha vuelto de la gira europea, gira con mucha música fluvial, mucho palacio fluvial y mucho silencio fluvial (se dio cuenta en Viena de que Podemos hace “ruido”, quizá mientras él pescaba lucios en el Danubio, o afinaba pianos, o escuchaba delicados relojes fredericianos). Finalizada la gira europea, pues, Sánchez ya está en su gira españolísima, que es una gira de dar dinero, como el tío de la tómbola que con el as de bastos te daba un jamón precisamente como un as de bastos. Uno siempre ha desconfiado del dinero al peso, a bulto, a ojo, ese dinero que se pregona y se suelta con revolera y con taconeo, como un clavel de folclórica. El dinero, como el clavel, luego cae donde le da la gana, en la educación, en el pobre, o sólo en la pechera de alguien o en el suelo con más claveles machacados. O ni siquiera cae y se le queda a Sánchez en la boca, para bailarnos otro tango calentón.

Sánchez maneja la chequera del dinero público como una varita o un violín de Juan Tamariz, entre la fantasía, el infantilismo, la inconsecuencia y la chufla. El dinero público, que no es de nadie como dijo Carmen Calvo, es el recurso más barato del político, sobre todo si la deuda no la tiene que pagar él. Los paganini de Sánchez no van a ser sus ricos de hipódromo, sino varias generaciones de españoles, pero Sánchez, claro, ya no estará ahí, sino en la Historia, en el libro gordo de Petete o jugando al billar en Viena, como hacía Mozart, que hasta componía jugando al billar. Sánchez tiene el dinero público como una especie de cartera de padre en la que él mete la mano para tabaco y para esos billares vieneses en los que echa el día, barzoneando y jugando a la gallinita ciega dieciochesca. No se trata ya de la deuda, sino de ese concepto calderillero y dominguero del dinero público. En realidad, lo que distingue a un buen gobernante son sus planes. Sólo el que no tiene un plan se pone a arrojar dinero o panecillos directamente desde los balcones o desde los aviones, como arroz de boda o balones de playa.

Por supuesto, Sánchez no piensa en la educación, como no piensa en la sanidad, ni siquiera en el pobre, que él usa como una especie de santo con andrajos, ahí de fondo, para oficiar sus misas sanchistas. Ya no es sólo que estemos en campaña electoral, que Sánchez se juegue su culito berenjena mientras su gobierno se dedica sólo a leyes exculpatorias y alegóricas. Se trata, sobre todo, de que ni la educación ni la sanidad ni nada que sea importante es simplemente una cuestión de un número, ni en millonadas ni en celemines ni en palomas. Ahí tenemos, o mejor no tenemos, todo ese dinero europeo que parece que está congelado en el cielo, como el propio Dios, porque no sabemos en qué gastarlo o ni siquiera sabemos rellenar las solicitudes.

Todo este dinero lanzado como con el capacho, todo este dinero directo, con pesantez y simbolismo de cosecha, o de cepillo parroquial desparramado en la iglesia, con sus monedas como los dientes de oro del santo pesetero; todo esto, en fin, lo que nos dice es que Sánchez no tiene plan. Quizá tampoco dinero, pero sobre todo no tiene plan. Cuando ante la inflación, la pobreza, la precariedad, la burrez estudiantil o social; cuando ante lo que sea Sánchez sólo abre la chequera, como un Rockefeller de fiesta benéfica, o la faltriquera, como un cacique de duro negro de plata, es como si mandara al paro, a las vacaciones o a un fresco alegórico a todo su Gobierno y a él mismo. Gobernar consiste más en repartir el dinero público en ideas que en bolsillos. Y si se manda al bolsillo, tiene que ser con una idea muy clara y dejando en ese bolsillo el ojo, como un ojo de cristal. Pero Sánchez no tiene la idea, ni ganas de dejarse ojos ni guapas pestañas ahí, sólo tiene el dinero inagotable y ajeno, esa bendición y esa pereza.

2500 millones en becas, o sea para que estudie el pobre, que el concepto viene a ser ése. El estudiante pobre y dickensiano, que hasta ahora sólo miraba a los ricos por la ventana, con su juego de escritorio napoleónico, su enciclopedia de lomos con adorno de casaca y su piano como un alarde casi náutico en medio del salón; el estudiante pobre que, ahora, gracias a Sánchez, ya podrá estudiar. La verdad es que hace mucho que ningún estudiante con aptitudes se queda sin estudiar por ser pobre ni por ser nada, aunque más becas nunca vienen mal. Lo grave es que los políticos, sobre todo los de la progresía, se hayan ido dedicando a devaluar y estupidizar la educación pública, que los chavales lleguen a la universidad medio analfabetos y que, encima, se encuentren con que las cátedras son cortijos y los títulos, en la vida real, estampitas. Eso sí que necesitaría inversión, más en inteligencia que en millonaje. Pero Sánchez, claro, no está pensando en la educación de los pobres, ni ahora ni cuando dio un bono para que se lo gastaran en videojuegos de gatillo y reguetoneros con la gorra para atrás y el culo para delante.

Sánchez está de vuelta, ya se ha olvidado de esos silencios de Viena, con su tiempo de clepsidra, y está con la tómbola española del jamón de madera. 2500 millones en becas o en lo que sea, que a ver dónde se queda la cosa, si llega al empollón o al pobre o se queda en el cartel, o en el aire, como un zepelín publicitario, una nieve de la lotería o un Espíritu Santo sanchista. Todo esto, el bono joven, el bono cultural, el bono vivienda, el bono del tren, el bono para vulnerables, el bono para la gasolina o el bono para achicoria, todos los bonos y todas las gracias de nuestro presidente, los que hay y los que vengan, yo creo que Sánchez debería resumirlos en un único bono, en una única subvención, en una única paga: el cheque Sánchez. El cheque Sánchez por votar a Sánchez, y no sólo se arreglaba España sino que él se quitaba de estar buscando gafas para los chiquillos, velas para el pobre, excusas para los bobos y calderilla para el cambio.