Las tradiciones orientales no entienden la muerte como un final. Su concepción de la vida no se limita a la existencia física solamente. Creen que la existencia es un continuum, un proceso que prosigue múltiples veces y de manera infinita. Con la muerte no se termina nada, solo continuamos un proceso inexorable que da paso a otra fase de la vida, que se manifiesta de otro modo y con otras características.

En Occidente el asunto es significativamente distinto. Se cree en la vida eterna, en un Paraíso Celestial y, sin embargo, la muerte se vive y se sufre como un final irremediable. Es paradójico, ciertamente, pero, a pesar de la promesa del Paraíso o de la vida eterna, la experiencia de la muerte sigue siendo dolorosa e infausta.

Desde esas dos perspectivas podemos analizar la muerte de Hugo Chávez Frías. Su muerte, para muchos, no representó el final y, para otros ha sido un suceso fatídico.

Quienes interpretan el fallecimiento de Chávez como parte de un proceso en el que su presencia no era más que una forma de las múltiples manifestaciones de la lucha por las reivindicaciones del pueblo, su muerte ha debido darle paso a una nueva manifestación del enfrentamiento entre el pueblo oprimido y sus opresores. Para ellos las razones para la lucha siguen presentes, y Chávez no fue otra cosa que una expresión notable de tal realidad socio-política. Su desaparición física ha de dar paso a una nueva forma de lucha que se expresa de una forma novedosa y diferente.

Para la corriente que piensa que la muerte es un final, la de Chávez también significó el de los ideales que él encarnó. Al morir Chávez, murió todo lo que él representó y todo por lo que luchaba.

¿Son esos dos extremos los únicos posibles al momento de analizar las repercusiones de la muerte de Chávez? No lo creo. Y pienso así porque para mí lo importante no es analizar ni intentar comprender a Chávez (o su muerte). Lo realmente significativo es comprender las razones que originaron su existencia, las que le dieron sustento a sus planteamientos y el origen del inmenso arraigo popular que consiguió.

Más que nadie, fue capaz de interpretar la urgencia de cambios y la sed de justicia que anidaba en el corazón de los venezolanos

Chávez supo comprender la realidad social y política que bullía en las ciudades y pueblos del país. Fue capaz de leer en el rostro del pueblo sus anhelos y sus necesidades. Más que nadie, fue capaz de interpretar la urgencia de cambios y la sed de justicia que anidaba el corazón de los venezolanos. Comprendió que la respuesta a todo eso no podía ser tradicional, ordinaria ni convencional. Sintió los vientos revolucionarios. Se encontró de frente, en las calles de Venezuela, con la voluntad transformadora que clamaban los venezolanos.

Después de haber fracasado en una insurrección militar, que el pueblo no acompañó, y de haber sido encarcelado por ese motivo, Chávez finalmente comprendió una de las más grandes verdades socio-políticas de Venezuela: el venezolano se acostumbró a definir su destino político expresando su opinión a través del voto. Esa es una lección que, por cierto, no por voluntad propia ni reflexión inteligente, apenas ahora comienzan a aceptar —no puedo decir que a comprender— los opositores venezolanos, que han sido empujados hasta el voto por el largo historial de fracasos que les precede.

El descubrimiento de la voluntad democrática, electoral y participativa de los venezolanos, producto de su fracasado golpe de Estado, cambió por completo el pensamiento de Chávez. Le obligó a redefinir toda su estrategia, y también a reformular las bases esenciales de su pensamiento.

El pueblo en el centro

A partir de ese momento, Chávez colocó al pueblo en el centro de su doctrina, y más específicamente, lo que él denominó "el poder popular". Entendió que el medio para movilizar ese poder popular sería el voto, el cual convirtió en un instrumento de legitimación permanente de sus postulados, y, al mismo tiempo, en un ejercicio de adiestramiento de las masas populares en la práctica del sufragio como expresión de la organización popular.

El poder popular y el deseo de definir su destino mediante el voto, no fue un invento ni una creación de Chávez. Todo lo contrario. La fuerza de ese poder popular obligó a Chávez a entender que Venezuela es un pueblo institucionalista, democrático y participativo. Ese poder popular ya existía, ya estaba en las calles —y aún está allí— y le dijo a Chávez que no sería mediante la violencia política militar que se lograrían en Venezuela los objetivos sociales ni las transformaciones que eran y siguen siendo tan urgentes y necesarias.

El mérito relevante de Chávez fue haber comprendido el mensaje de la gente, y de haber actuado en consecuencia, especialmente si se analiza a la luz de los acontecimientos impulsados por los opositores

El mérito relevante de Chávez fue haber comprendido el mensaje de la gente, y haber actuado en consecuencia, por cierto, especialmente si se analiza a la luz de los acontecimientos impulsados por los opositores, a lo largo del mandato de Chávez y posteriormente en la era de Maduro, muchos de los cuales pueden calificarse como aventuras insensatas, peligrosas y estériles. Apartadas del sentimiento popular y divorciadas por completo del sentir democrático de los ciudadanos. Ese poder popular que encontró eco en el pensamiento y en las acciones de Hugo Chávez, hoy está huérfano y ha sido brutalmente traicionado por los sucesores. Ninguno de ellos ha puesto el énfasis en la reivindicación de la clase social más desasistida, ideario político de Chávez. Dedicados, como están, a saquear las arcas del Estado, nada que contenga principios políticos está dentro de su rango de interés.

La alternativa opositora ha sido, entretanto, incapaz, no solo de leer adecuadamente su propia realidad social, sino de definir una causa política capaz de reunir a los venezolanos en torno a un propósito compartido. De modo que ese pueblo, esa fuerza social ciudadana que en su momento llevó a Chávez al poder en numerosas veces de forma abrumadora, hoy deambula por las calles sin encontrar un catalizador que convierta su desaliento en una causa social poderosa, esa que permanece agazapada como un ciclón contenido en la mente y en el corazón de cada ciudadano venezolano.

Para quienes la muerte es un final, al morir Chávez, también murió el chavismo

Para quienes la muerte es en efecto un final, al morir Chávez, también murió el chavismo. Para ellos también murió la esperanza redentora que encarnó en un líder político comprometido con un ideario que iba más allá de llenarse los bolsillos con dinero proveniente de la corrupción. Quedó claro, entonces, que el chavismo era Chávez. Nada más. Esa tendencia existe en Venezuela, así como existen ciertas viudas del chavismo que se empeñan obstinadamente en creer que el chavismo aún existe, respira, y que solo espera ser revivido, por el llamado resplandeciente de un chavista originario.

Es ingenuo pensar así. En las calles no hay chavistas. Solo viven en esas veredas los mismos venezolanos que vio Chávez después de salir de la cárcel. Los mismos que le enseñaron que no quieren violencia ni enfrentamientos. Los que han demostrado hasta la saciedad que quieren —y lo van a lograr— resolver los problemas del país utilizando los medios que nos da la democracia y la constitución. Ese es el pueblo que hay en nuestras calles. No son chavistas, son demócratas desilusionados, traicionados, huérfanos, pero siempre demócratas.

Una década dolorosa

Los últimos diez años, los que han transcurridos desde la muerte de Chávez, han sido los más destructivos y dolorosos de nuestra historia republicana. En dos lustros se aniquiló por completo nuestra institucionalidad, se ignoró y se pisoteó el orden constitucional y se han cometido atroces crímenes de lesa humanidad. El pillaje, la corrupción, la complicidad y la impunidad son las reglas con las que se maneja el poder en Venezuela. Una corporación criminal controla el poder y lo utiliza para su beneficio personal, así como para perseguir, encarcelar o empujar al exilio a quienes defienden los principios democráticos.

Donde quiera que haya un venezolano ahí aún hay esperanza, porque ellos fueron los que con sus votos llevaron a Chávez al poder y serán los que darán a Venezuela un gobierno decente, democrático y respetuoso con la ley

Allí están los despojos de lo que otrora fue una nación próspera y pujante. Un país que buscaba sus equilibrios sirviéndose de los medios democráticos, hoy es una ruina materialmente destruida y emocionalmente muy herida. Sin embargo, y a pesar de tal nivel de abuso, la esperanza está en el mismo lugar que ha estado siempre: en nuestros barrios, en nuestras calles, en nuestras ciudades, en nuestros campos agrícolas. Donde quiera que haya un venezolano, ahí aún hay esperanza, porque fueron ellos los que, con sus votos, llevaron a Chávez al poder, y serán ellos los que, nuevamente con sus votos, le darán a Venezuela un gobierno decente, democrático, respetuoso de la ley y comprometido con los altos ideales y anhelos de ese bravo y valiente pueblo.

Para que eso suceda, el primer paso es enterrar a Chávez, y dejarlo allí donde pertenece: en el incomprendido mundo que habitan los políticos que desobedecen a sus pueblos y olvidan los sublimes principios constitucionales.


Luisa Ortega Díaz fue fiscal general del Ministerio Público de Venezuela, entre 2007 y 2017, cuando fue destituida por Nicolás Maduro. Siguió siendo fiscal general en el exilio hasta diciembre de 2021. Twitter: @lortegadiaz Instagram: luisa_ortegadiaz