Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se cruzan nadando con un pez más viejo, que les saluda y dice: “Buenos días, chicos, ¿cómo está el agua?" Los dos jóvenes peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno se gira y le pregunta al otro: "¿Qué demonios es el agua?"

El escritor David Foster Wallace arrancó de esta forma su discurso en la ceremonia de graduación del curso 2005 de la Universidad de Kenyon, Ohio. La moraleja del cuento ilustra a la perfección que las realidades más evidentes suelen ser las más difíciles de ver y sobre las que más cuesta hablar. 

Sequías, incendios, inundaciones y olas de calor cada vez más frecuentes forman parte desgraciadamente de la información que recibimos todos los días. Son los efectos del calentamiento de nuestro planeta: ya no un escenario futuro, sino la realidad diaria. Pero todavía, como esos dos jóvenes peces, nos miramos desconcertados y nos preguntamos: ¿qué nos está pasando?

La tierra se está calentando a causa de la actividad humana. Hemos aumentado la temperatura un grado desde la era preindustrial y, de no reducir nuestras emisiones, se incrementará entre 1,5 y 3 grados para 2050 y entre 4 y 8 grados al final de este siglo. 

En menos de dos siglos estamos devolviendo al océano y a la atmósfera el carbono orgánico que se ha concentrado y almacenado en rocas sedimentarias durante cientos de millones de años. Esto es lo que hace que muchos científicos califiquen nuestra era geológica como Antropoceno, la etapa en la que los seres humanos nos hemos convertido, junto con otros factores, en un fenómeno geológico con enorme capacidad de alterar los cambios geológicos en el planeta.

Cuanto mayor es la cantidad de estos gases en la atmósfera más sube la temperatura del planeta. Dejar de emitir no significa una estabilización de la temperatura; ya sabemos también que estos gases permanecerán en la atmósfera durante mucho tiempo. Aproximadamente el 25% de ellos nunca se irán. En torno a la quinta parte del dióxido de carbono que emitimos hoy persistirá en la atmósfera los próximos diez mil años. 

Alcanzar una economía neutra en carbono no supone reducir a cero nuestras emisiones, sino emitir solo aquellas que el planeta sea capaz de absorber. Restaurar e innovar sumideros de carbono es la otra cara de la reducción; por ello, restaurar nuestros ecosistemas naturales es hoy también una emergencia. Los expertos señalan que el ritmo de destrucción de la biodiversidad que anuncia una sexta extinción masiva de muchas especies, es similar en intensidad al fenómeno que acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años.

Sin embargo, la insoportable levedad del debate político nos agota con teorías negacionistas. Siempre ha existido el cambio climático, es evidente. Tanto como que la aceleración actual de este proceso está impulsada por nuestra mano. 

De todos los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) no se deriva ni una duda sobre el origen antropogénico del calentamiento; tan solo hay discrepancias sobre el ritmo y sus manifestaciones. La actividad humana comenzó a alterar los procesos geológicos tras la revolución industrial, pero su aceleración se produjo a partir de mediados del siglo XX, en una sociedad de alto consumo energético basado en la quema de recursos fósiles. Pero qué importa esto. Tertulianos y políticos no van a permitir que la física les arruine un buen titular.

En gran medida, la excusa para no actuar es exigir mayores evidencias científicas. Honradamente, evidencia científica es lo que nos sobra y valentía política lo que nos falta. Los científicos han cumplido su responsabilidad de dotarnos de conocimiento sobre lo que está sucediendo; nos han dado un análisis, un pronóstico, y también un curso de acción para que la aceleración de estos cambios geológicos no acabe con la habitabilidad del planeta para los humanos tal y como la hemos conocido hasta ahora. 

Hablar de sostenibilidad siempre es un debate con los ausentes, porque requiere programar un uso racional de los recursos

En nuestros días la obsesión por el cortoplacismo corroe la democracia y la política. Referirse a las generaciones futuras se ha convertido en una quimera cuando todo gira sobre las próximas elecciones. Hablar de sostenibilidad siempre es un debate con los ausentes, porque requiere programar un uso racional de recursos que permitan que generaciones futuras también tengan acceso a los mismos. 

Ya en 1987, con el protocolo de Montreal, la ONU definió el cambio climático como un problema global que debía ser resuelto a través de la propia institución. Por eso estableció en 1988 el IPCC. Ahí aparece la figura de los grados centígrados como umbral de la catástrofe climática, representando un compromiso político sobre la base del conocimiento científico. 

El cambio climático se reconoce como un problema político, pero a la vez se ha demostrado que escapa al esquema de los problemas políticos para los que la ONU fue creada. Y, sin embargo, no tenemos ninguna otra alternativa. La ONU nació para hacer frente a los desafíos de la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial, pero hoy no es la arquitectura adecuada para responder al principal desafío de la humanidad. Es necesaria una cooperación internacional no sólo mayor, sino transformada. Como ya señalábamos, la actual arquitectura de las famosas COP (las Conferencias de las Partes, cumbres anuales de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático) se ha demostrado insuficiente.

Con el Acuerdo de París, más de 190 países llegaron a un consenso sobre la necesidad de reducir la quema de combustibles fósiles. Un primer paso traducido en políticas insuficientes. Incluso cumpliendo de forma tajante todos los compromisos voluntarios sólo llegaríamos a conseguir un descenso de entre 3.000 y 6.000 millones de toneladas para 2030, menos del 12% de las emisiones actuales. Si algo nos ha dejado claro la ciencia es que, en el punto en el que nos encontramos, la reducción de emisiones no es suficiente.  Necesitamos tecnología, infraestructuras y políticas públicas que nos permitan absorber adicionalmente miles de millones de toneladas de CO2 del aire cada año.

Conseguir que todos los países se pongan de acuerdo en esta reducción e inversión, que conlleva graves costes adicionales, es un gran avance. Pero es solo la base de lo que debe ser una nueva gobernanza climática, partiendo de que ningún país esta realmente dispuesto a reducir sus emisiones si no lo hace a la vez todos los demás. Por ello necesitamos esa nueva gobernanza mundial del clima. Una reforma del sistema multilateral que responda al gran reto. 

La ansiedad global generada por el cambio climático recuerda al pánico nuclear de la segunda mitad del siglo XX. Albert Einstein explicaba en una carta a Max Born que se negaba a creer que Dios jugase a los dados con el universo, pero ahora podríamos pensar que es el hombre quien ha comenzado a jugar a los dados con un planeta sin conocer -o más bien, queriendo ignorar- las reglas del juego.

Por ello, en el debate abierto sobre la reforma de Naciones Unidas, debemos incorporar el calentamiento global como un objetivo prioritario en la defensa y mantenimiento de la paz y en la defensa de los derechos humanos.

Necesitamos compromisos internacionales obligatorios, con calendarios definidos y realistas basados en evidencias científicas para la reducción de emisiones, un régimen sancionador para responder al incumplimiento e incentivos de inversión masiva en tecnología, infraestructuras y en sistemas alternativos de fuentes energéticas. 

Algunas medidas que están poniéndose en marcha a nivel de la UE como el mecanismo de ajuste del carbono en frontera (CBAM), la ley de diligencia debida o la futura ley de restauración de la naturaleza con objetivos vinculantes van en la dirección correcta, pero necesitamos que tengan alcance internacional con un compromiso de los grandes emisores y con una especial atención a muchos países que se  consideran perdedores netos  en un proceso  que no han generado ni del que han obtenido beneficio económico, pero cuyas consecuencias sufren hoy en mayor medida.

Divulgar con honestidad lo que dice la ciencia es el mejor mensaje de esperanza en nuestros tiempos

Para todos ellos, buenos, malos o como se perciban, comprometidos o no, el veredicto, como señalaba el secretario general de la ONU, António Guterres, es condenatorio. Para todos nosotros el horizonte es el desastre climático. Divulgar con honestidad lo que dice la ciencia es el mejor mensaje de esperanza en nuestros tiempos. Podemos actuar, contamos con conocimientos y medios. Tenemos por delante la tarea única, urgente y titánica de impulsar una cooperación internacional que acelere las políticas públicas del cambio a nivel global. 


Soraya Rodríguez es eurodiputada del Parlamento Europeo en la delegación de Ciudadanos.