Si tuviera que referirme a los más graves errores en la política de nuestro tiempo no dudaría en señalar la propia evolución de los partidos políticos. Hemos sido una generación muy política: nos enamoramos de la democracia de partidos y favorecimos que estos invadieran más espacio de los que legítimamente les corresponden con el debilitamiento de los órganos independientes que precisan las democracias. Ni siquiera el propio Parlamento y los parlamentarios se han librado del abuso con el que los partidos han aplicado el sistema de listas cerradas y bloqueadas de nuestro régimen electoral. Este sistema, completado con el recurso a las primarias, lejos de favorecer la fortaleza de una democracia representativa, alimenta e impulsa las tendencias cesaristas de los partidos y las derivas populistas.

No acertamos en los primeros momentos en el procedimiento de desarrollo del Estado de las autonomías. No fuimos consecuentes con la distinción que aprobamos en el mismo artículo segundo de la Constitución entre «nacionalidades» y «regiones» y, con una cierta frivolidad y desconocimiento de la historia, nos lanzamos a una política de nivelación que alentó, a su vez, las reivindicaciones de los partidos nacionalistas. Iniciamos un camino de desarrollo autonómico sin tener muy claro cuál debería ser el destino final. El punto en el que nos encontramos ahora ha sido el resultado de la presión de las Comunidades Autónomas y de los pactos autonómicos que durante estos cuarenta años han firmado los dos grandes partidos. Cerrar todo este proceso exigirá una reforma de la Constitución que nosotros no pudimos culminar pero que habrá que hacer en algún momento.

Cerrar el proceso autonómico exigirá una reforma de la Constitución que nosotros no pudimos culminar pero que habrá que hacer en algún momento

Estas son algunas de las cuestiones que dejamos pendientes o mal resueltas. Pero hay un problema viejo que ha cobrado una relevancia que no tenía entonces y que marcará la agenda de nuestro país en el futuro. Es el drama del secesionismo. Tras la II Guerra Mundial, y si se exceptúan los problemas derivados del proceso de descolonización, se tenía la convicción de que el objetivo prioritario era consolidar un régimen de libertades e igualdad mediante la lucha decidida contra todo tipo de discriminación de las personas en función de su raza, sexo, lengua, condición o nacionalidad. Se pensó, en suma, que si se eliminaba todo tipo de discriminación, el nacionalismo —que tan caro había costado a la humanidad en la primera parte del siglo XX— dejaría de ser un problema.

Con la experiencia de estos cincuenta y cinco años hemos podido comprobar que no era una esperanza bien fundada porque el objetivo que persigue el nacionalismo no es suprimir cualquier discriminación racial, étnica o cultural. Las apelaciones al universalismo de los derechos individuales, de la democracia o la globalización parecen poco atractivas en este retorno al particularismo que representan la exacerbación de las identidades y la exaltación de la diferencia. Con sorpresa, y a veces con espanto, comprobamos, pues, que el nacionalismo en su forma excluyente y secesionista no ha muerto y que, querámoslo o no, en el mundo político y económico que nos toca vivir —y no solo en España— el nacionalismo, con su reclamación de un derecho a la secesión está lejos de haberse desactivado, reaparece hoy con nuevas fuerzas y formas para desafiar abiertamente el proyecto liberal en su más clásica formulación.

Zapatero junto a Josep Borrell y Narcís Serra
Zapatero junto a Josep Borrell y Narcís Serra durante la inauguración de la línea de AVE Madrid-Sevilla

Ha sido clamoroso nuestro silencio sobre España como nación y hemos dejado que la manipulen los excluyentes

La revolución del respeto. Para esto nuestra generación no tenía respuesta; o mejor, no tuvimos que enfrentarnos a este problema tan exacerbado y desestabilizador como lo estamos viviendo. No tengo ninguna solución. Pero recuerdo cómo recompusimos el espacio político en aquellos años, tras una guerra civil seguida de una larga dictadura. Incluimos en el artículo primero de nuestra Constitución un valor superior del que se habla poco; el pluralismo. El pluralismo implica la aceptación de la diferencia, la tolerancia y, sobre todo, el respeto al otro. Hay que volver a los valores de la Constitución y utilizar aquel método precioso de hacer política, típico de nuestra generación, para cambiarla, de forma que podamos recomponer la política y recuperar la amistad cívica, cemento de las sociedades. Porque en España la única revolución pendiente es la del respeto.

Virgilio Zapatero en un congreso extraordinario del PSOE.
Virgilio Zapatero en un congreso extraordinario del PSOE.

También ha sido clamoroso nuestro silencio sobre España como nación y hemos dejado que la manipulen los excluyentes. Preocupados por la consolidación de la democracia y el Estado de las autonomías nos olvidamos de reivindicar —a diferencia de lo que hicieron Azaña, Fernando de los Ríos, Indalecio Prieto y la España transterrada en general— una idea compartible de España.

Las naciones son comunidades construidas a base de olvidos y de recuerdos. La democracia, con la ley de amnistía, supo perdonar todo lo que pudiera dificultar la convivencia de la rica diversidad de España. Pero la construcción de la España en democracia no solo exige ciertos olvidos; también necesita recordar y celebrar lo que nos une; que no solo es la Constitución, sino también la riqueza de una lengua compartida, las conquistas de nuestro arte, de nuestra pintura, de nuestra obra de civilización... Y sobre todo, el orgullo pertenecer a una nación que, como pocas en la historia, supo pasar pacíficamente de una dictadura a un régimen de libertades. Nos ha faltado un mayor cuidado de nuestras mejores señas de identidad como nación.


Virgilio Zapatero es Catedrático de Filosofía del Derecho. Fue Rector de la Universidad de Alcalá (2002-2010), Presidente de la Conferencia de Rectores de Madrid (2009-2010), Ministro para las Relaciones con las Cortes y Secretaría del Gobierno (1986-1993), Secretario de Estado (1982-1986), Presidente de la Comisión Constitucional (1993-1994), Representante español en la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (1993), Miembro de la Comisión Constitucional que debatió el Dictamen de la Constitución Española y Diputado del PSOE por Cuenca (1977-1993).

Extracto de Aquel PSOE. Los sueños de una generación, publicado por Almuzara.